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Máximo Kinast Avilés

INDULTOS Y AMALGAMAS

Armando Uribe E. - Profesor asociado, universidad de Cergy-Pontoise (Francia) - 11.03.2011

 

 En dos pequeños ensayos titulados “El honor y la dignidad” (1948) y “¿Perdonar?” (1971), sobre las atrocidades cometidas por los nazis, el filósofo francés Vladimir Jankélevitch (1903-1985), que dictó cátedra en filosofía moral durante cerca de treinta años en la Universidad de la Sorbona, analiza las ambigüedades que llevaron a Francia primero a capitular frente a los Alemanes, luego a aceptar la ocupación militar, desentendiéndose de la realidad y, por fin, a tratar de volver a un statu quo ante como si durante los años de guerra no hubiera ocurrido nada, ni deportación de judíos y opositores, ni tortura, ni complicidades felices y poco honrosas.

 

Como en Chile después del 90 y hasta hoy, en distintos medios sociales de la Francia después de 1945 se siguió hablando de la ocupación nazi “no solamente sin ningún asco, sino hasta con gratitud, con nostalgia”, como si los resistentes y las víctimas tuvieran ellos solos la responsabilidad de explicar que los colaboradores de los alemanes habían sido traidores.

 

“¿Cómo es posible, pregunta  Jankélevitch en el primer texto, que no lo entiendan por ellos mismos?”, y agrega lo desesperante que es tener que explicar perpetuamente que los talentos o cualidades propias de un ladrón, por irremplazables que sean, importan infinitamente menos que su canallada, porque “el mal de envilecimiento no tiene remedio”.

 

Y que ese es el problema de la “depuración física” llevada a cabo en Francia después de 1945 (es decir eliminación de los colaboradores más notorios, que fue sin embargo muchísimo más amplia que los procesos por atropellos a los derechos humanos en Chile después del 90), que “no se vería como algo tan importante si la voluntad de purificación hubiese sido mayor: la impunidad de los traidores, que ha pesado como una obsesión después de la guerra, y las controversias desagradables, ridículas y deprimentes que vuelven con cada nuevo caso individual habrían perdido sentido”.

 

Y a renglón seguido: “La pureza es como el amor: es algo que hay que desear; el amor sabe, en todas las circunstancias, lo que tiene que hacer y lo hace de inmediato sin consultar a nadie, e inventa para cada circunstancia la solución más original, la más delicada, la más ingeniosa”. Sin voluntad de pureza, “la amnistía no es sino amnesia y el perdón apenas indulgencia, excusa escandalosa y complicidad degradante con la traición”.

 

El segundo texto, publicado en 1971, comienza planteando si, veinte años después, es tiempo de perdonar, o por lo menos de olvidar. Si un crimen inolvidable hasta mayo deja de serlo en junio, como si veinte años bastaran para que lo imprescriptible por milagro se prescriba, y que de un día para otro, lo inolvidable pase al olvido. Jankélevitch subraya el hecho espeluznante que poco a poco las víctimas de atrocidades terminen teniendo que justificar su calvario como si fueran culpables, ante aquellos que los torturaron como ante los que hicieron carrera bajo la dictadura, perdón, la ocupación.

 

Y habría que agregar, en el caso chileno, ante los propios ex compañeros de sufrimiento y de exilio que aceptaron mantener todo lo que nos impusieron los militares y sus innumerables colaboradores, los que hicieron carrera en dictadura como los que metieron las dos manos en los mayores negocios de Chile: todos prosperaron en dictadura. Y los que prosperaron política y económicamente después, aceptando no cambiar nada o casi nada a la constitución del 80, peor todavía.

 

La apreciación del grado de culpabilidad de los pelafustanes que torturaron, mataron, robaron y sin embargo prosperaron como si no hubiera ocurrido nada, esa apreciación, escribe Jankélevitch, no es tema de controversias. Porque “en la controversia hay un Pro, hay un Contra, y hay la mixtura del Pro y del Contra” como en los disputas y coloquios universitarios; y porque discutir de un Pro y de un Contra frente a cuerpos ausentes de mujeres y hombres vejados, violentados, arrojados vivos o medio inconscientes al mar desde helicópteros, frente al puerto de San Antonio — es una indecencia. El sufrimiento sin nombre excluye las sutilezas y las disquisiciones. No es discutible, sencillamente.

 

Nadie se equivoque. No estamos asimilando Auschwitz  o Treblinka con Londres 38 o la Villa Grimaldi en Santiago de Chile, ni en intención, ni en proporción, ni en naturaleza. Lo único común es el sufrimiento provocado y respaldado a propósito. No hacemos amalgamas. Amalgamas hacen quienes pretenden que los beneficios de un indulto para delincuentes comunes han de aplicarse también a torturadores (encarcelados en el penal de Punta Peuco, que no es precisamente la cárcel de San Miguel), so pretexto de igualdad entre ciudadanos. Son las únicas ocasiones en que la idea de igualdad es reivindicada en Chile. Es una vergüenza que en Chile los responsables intelectuales y políticos de esos sufrimientos aplicados a miles de personas sigan comulgando con la consciencia tranquila, y que una parte de sus antiguas víctimas los aplaudan hoy y hayan pasado veinte años consolidando el edificio legal y económico levantado sobre osamentas atadas a rieles. ¿Pragmatismo? No. Voluntad de olvido.

 

Tema de los noticieros del martes 8 de marzo por la mañana: el día internacional de la mujer y los proyectos de indultos para descongestionar las cárceles, y la controversia para saber si se le aplica o no el indulto a los torturadores activos o pasivos. Sobre el indulto, ver Jankélevitch. Sobre el homenaje a las mujeres, mi opinión es que los homenajes hay que reservarlos a las muertas, no a las vivas (que más vale respetar todos los días antes que celebrar un día al año). Homenaje, pues, a cuatro o cinco mujeres que terminaron en el mar, frente al puerto de San Antonio, con rieles amarrados a sus pies.  Tenían entre veinte y treinta y tantos años. Una de ellas estaba embarazada de ocho meses. Se llamaban Michelle Peña, Carolina Wiff (arrestada con el doctor Carlos Lorca, diputado elegido en marzo de 1973, el único parlamentario chileno desaparecido hasta el día de hoy), Mireya Rodríguez, Rosa Solís y Sara Donoso. Doy estos cinco nombres porque los tengo a mano. Hay miles más

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