INTERVENCIÓN ANTE LA CONFEDERACIÓN MINERA DE CHILE.
Discurso de Luis Casado*
La historia de Chile ha olvidado algunos episodios que ejercieron una influencia notable en el pensamiento y en la práctica política y social de los países del llamado Primer Mundo, y por vía de consecuencia en el nuestro. Uno de ellos tiene que ver con el archipiélago de Juan Fernández y la isla de Más a Tierra, rebautizada isla de Robinson Crusoe en tributo al personaje de la novela de Daniel Defoe[1], escritor inglés que vivió entre los siglos XVII y XVIII.
De Juan Fernández se dice que desembarcó ganado caprino en la isla, ganado que se reprodujo a tal punto que constituyó una fuente de alimento para los corsarios ingleses que dañaban el tráfico español. Para destruir las cabras estos últimos habrían desembarcado una pareja de perros que multiplicándose redujeron la población caprina. Este hecho no está autentificado por ninguna investigación efectuada en el lugar. Sin embargo Joseph Towsend, médico y clérigo británico, dedujo de este ejemplo algunas ideas que aplicó a las leyes que protegían a los pobres[2] en los albores de la Revolución Industrial inglesa:
“El hambre domará a los animales más feroces, le enseñará la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción a los más perversos. En general solo el hambre puede espolear y picanear a los pobres para hacerlos trabajar; y no obstante nuestras leyes dicen que hay que protegerles del hambre. Las leyes, lo confieso, también dicen que hay que forzarles a trabajar. Pero la obligación legal trae desordenes, violencia y ruido; engendra la mala voluntad y no puede producir un servicio bueno y aceptable, mientras que el hambre no es solo un medio de presión pacífico, silencioso y constante, sino que como es el móvil más natural para la laboriosidad y el trabajo suscita el esfuerzo más potente”[3].
Esto le ha permitido a los economistas y a otros hombres de bien afirmar hasta el día de hoy que es el auxilio a los pobres lo que crea la pobreza, que son las ayudas a los desempleados lo que crea el desempleo, que no hay peor mal que el que consiste en darle de comer al hambriento, que darle trabajo al cesante -como parte de las misiones del Estado-, contribuye a la ruina de la sociedad, y que no hay mejor estímulo para la productividad de los miserables que el hambre.
En los albores de la industrialización, cuando el capitalismo nacía “chorreando sangre y lodo por todos sus poros”, millones de campesinos y labriegos ingleses fueron expulsados de sus tierras y viviendas, y fueron obligados a migrar a las ciudades en donde se hacinaron en una miseria tan indescriptible que se aprobaron algunas leyes para protegerles, las llamadas Poor Laws [1536-1601].
A propósito de las leyes sobre los pobres el mencionado Joseph Towsend escribía en el año 1786:
“Esas Leyes, tan hermosas en teoría, promueven los males que entienden remediar, y agravan las aflicciones que pretenden aliviar”. En opinión de Towsend la ayuda a los pobres no hacía sino aumentar el precio del trabajo y “Allí donde el precio del trabajo es más alto y el precio de los alimentos es más barato, allí es donde la tasa de pobreza es más exorbitante”. Towsend agregaba que la tendencia natural de las Leyes es “incrementar el número de pobres, y ampliar grandemente los límites de la miseria humana”, “…porque, ¿qué estímulo tienen los pobres para ser industriosos y frugales, […] o qué temor van a tener cuando están seguros de que si su indolencia y su extravagancia, su alcoholismo y sus vicios les reducen a la miseria, serán abundantemente provistos no solo con comida y ropas sino también con sus lujos habituales con cargo al prójimo?”
Sir Frederick Morton Eden [escritor inglés e investigador social], -calificado como el más grande experto de su época sobre la legislación que protegía a los pobres-, refiriéndose a un supuesto derecho a obtener un empleo o una ayuda de subsistencia cuando no se era apto al trabajo, puntualizaba: “…se puede dudar si cualquier derecho, cuya satisfacción parece impracticable, pueda en verdad existir”.
Y declaraba: “En líneas generales parece haber fundadas razones para concluir que el bien que se puede esperar de la asistencia a los pobres será aniquilado por los males que inevitablemente eso va a crear”.
Poco más tarde, el conocido economista Thomas Robert Malthus decía a propósito de la ayuda a los pobres: “Se puede decir que la ayuda a los pobres crea los pobres que ayuda”[4].
Todo esto entre los siglos XVII y XVIII, y gracias a nuestro amigo Juan Fernández y la isla de Más a Tierra. Esa lección fue aprendida y enseñada a lo largo de siglos hasta el día de hoy en las escuelas de economía, de administración pública o de negocios. Generaciones de responsables políticos y empresarios están convencidos de que no pueden existir derechos para los trabajadores, y de que si son pobres el ayudarles no solo no sirve sino que empeora su situación y contribuye a aumentar la pobreza. Los salarios altos y los precios bajos solo traen miseria. Esta visión pasa por ser parte esencial de la “modernidad” y constituye el motivo esencial de las reformas que buscan aumentar la “flexibilidad del mercado del trabajo”, propósito que han promovido Alejandro Foxley y Harald Beyer, para nombrar solo a sus más destacados defensores.
Hace unos años, el conocido economista francés Michel Godet escribió un artículo en el diario parisino ’Libération’ [18/01/2002] en el que afirma que la Ley de la oferta y la demanda también se aplica al mercado laboral. Por eso, dice, ’Mientras más barato es el costo global del trabajo, más empleo ofrecen los patrones, mientras más caro es el trabajo, más se automatiza, se subcontrata, o se deslocaliza’.
El Sr. Godet no explica cómo, a pesar de los salarios miserables que se pagan en el Tercer Mundo, no se elimina el desempleo en los países subdesarrollados ni crece exponencialmente en los países de más altos salarios como Alemania, Francia o los EEUU. No obstante, según el Sr. Godet ’la competitividad internacional impone remunerar los factores de producción a su valor internacional’. Desde ese punto de vista los salarios chilenos, incluyendo el salario mínimo, están demasiado altos: eso es lo que crea el desempleo y la miseria.
Si el Estado no debe intervenir para crear empleo, porque ya vimos que eso es contraproducente, lo curioso es que el trabajador tampoco puede esperar nada de la empresa privada. Porque según el Sr. Godet ’las empresas no están ahí para crear empleo, sino riquezas’.
Estas son las teorías “modernas” en las que creen, -y que aplican-, los ministros de Hacienda y del Trabajo.
En diciembre del 2003, como cada año, el FMI le hizo llegar sus consejos al gobierno de Chile. El FMI elogiaba las políticas en curso pero exigió hacer aun más flexible el mercado del trabajo y llamó a las autoridades chilenas “a explorar el tema de los costes de despido que aparecen muy altos vistos desde una perspectiva internacional, así como a limitar los aumentos del salario mínimo, en particular para los trabajadores jóvenes.”
Si menciono los consejos del FMI del año 2003 es porque al mismo tiempo Dick Grasso, -presidente de la Bolsa de New York que contribuyó poderosamente a su hundimiento-, recibió en premio un bono equivalente a setenta y siete mil años de salario mínimo chileno [770 siglos], y 48 millones de dólares más como indemnización de despido.
Por otra parte, refiriéndose a los salarios, el informe del FMI decía: “Las autoridades [chilenas] indicaron que están examinando formas de reducir los costes de despido... También anotaron que un estudio patrocinado por el BID [Banco Interamericano de Desarrollo] mostró que el aumento del desempleo en los últimos años es mayormente cíclico, pero fue agravado por... el nivel del salario mínimo, que ha sido fuertemente aumentado durante los años 1998-2000”. [Informe de consultas sobre el Capítulo IV. Fuente: FMI].
Puede notarse que según el BID el culpable del desempleo era el fuerte aumento del salario mínimo al que había accedido el gobierno precedente, o sea el de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Al asumir su cargo el ministro de Hacienda Nicolás Eyzaguirre ya le había echado la culpa a Frei cuando aseguró que “hubo un cierto exceso de gasto fiscal durante los últimos tres años’ lo que ’debilitó los fundamentos de la economía’.
En el siglo XVII como ahora, los culpables de la pobreza y del desempleo son los altos salarios y las ayudas que reciben los pobres. Alain Minc, un liberal francés asesor de las grandes multinacionales, dice en efecto que: “el exceso de remuneración de unos crea el desempleo de otros”.
Si estas referencias pasadas y recientes fuesen pocas, permítaseme citar a Nina Easton, -periodista estadounidense y Jefe del Bureau en Washington de Fortune Magazine-, que en enero de este año publicó una columna en TIME Magazine. El título de su nota lo dice todo: “Un Límite a la Compasión. El Congreso sigue extendiendo los beneficios para los desempleados. ¿Y si eso solo prolongase el desempleo?[5]”
En el mencionado artículo esta destacada exponente del pensamiento conservador sostiene que las ayudas a los desempleados les disuaden de buscar un empleo, razón por la cual en vez de resolver el problema de la cesantía lo agravan. Su conclusión es simple: es necesario limitar las garantías y derechos de los parados, cesantes o desempleados como único modo de forzarles a buscar y a encontrar un empleo. Como si el hecho de buscar un empleo lo crease. Alguien argumentaba con razón que esto equivale a decir que los champiñones del bosque aparecen espontáneamente cuando uno sale a buscarlos. Por otra parte, como lo sabe muy bien la ex ministro del Trabajo Claudia Serrano, ¡la tasa de cesantía aumenta precisamente porque hay trabajadores buscando trabajo!
Con motivo de la gigantesca crisis financiera que estalló a fines del 2008 y que tuvo entre otras consecuencias la de echar a la calle a millones de familias norteamericanas que perdieron su casa, TIME Magazine publicó hace algunas semanas una nota de un conocido comentarista que condena la ayuda que el Estado Federal le otorga a las familias pobres que desean conservar o comprar su vivienda, “porque si tienen casa propia pierden movilidad para ir a buscar trabajo a cualquier parte”.
Como puede verse, los ricos y los extremadamente ricos se inquietan de la simple posibilidad de que se ayude o se les otorguen derechos a los trabajadores… porque eso es malo para los trabajadores.
Y eso no es todo. Si al menos, -a cambio de tanta generosidad-, los trabajadores fuesen empeñosos, productivos, no sacasen la vuelta y justificasen el salario que se les paga. Lamentablemente no es así.
Según las teorías que enseñan en Harvard, en la Universidad de Columbia o en la Escuela de Negocios Adolfo Ibáñez, el trabajador es haragán por excelencia.
No es que yo invente estas cosas. Joseph Stiglitz, -que fue premio Nobel de economía 2001 y pasa por ser “progresista”-, publicó en 1984 una nota sobre el desempleo en la American Economic Review, y tituló su artículo muy precisamente: “El desempleo de equilibrio como una herramienta disciplinaria para los trabajadores”[6]. En su nota, después de hacer algunas consideraciones sobre los salarios y la tendencia a la holgazanería de los trabajadores, Stiglitz dice:
’Con el desempleo, aun cuando todas las firmas paguen los mismos salarios, un trabajador tiene una incitación para no sacar la vuelta. Puesto que si es despedido no encontrará inmediatamente otro empleo. La tasa de desempleo debe ser suficientemente elevada para que sea benéfico para los asalariados trabajar en vez de correr el riego de ser sorprendidos sacando la vuelta”.
Repitamos en coro: “La tasa de desempleo debe ser suficientemente elevada para que sea benéfico para los asalariados trabajar en vez de correr el riego de ser sorprendidos sacando la vuelta”.
¿Basta con eso? No. Aun cuando no saquen la vuelta, aunque sean muy esforzados y laboriosos, darle trabajo a todos los asalariados lleva consigo un pequeño problema, un simple detallito: tiene efectos inflacionarios. Por eso, según estas teorías, pretender al pleno empleo, -es decir darle trabajo a todos los que desean trabajar y que por consiguiente buscan trabajo-, es un atentado contra los equilibrios económicos.
Allá por el año 1940 se consideraba que una baja tasa de desempleo se situaba en torno al 2%. Ahora, según la Federal Reserve [FED], el Banco Central de los EEUU, esa cifra se sitúa en el 6,2%. La FED inventó un índice: la Tasa de Desempleo Necesaria para Limitar la Inflación. Nótese que esa tasa de desempleo es de un 6,2% y es “necesaria”[7]. Que quede claro: según quienes manejan las tasas de interés, o sea la incitación a invertir, es necesario mantener una alta tasa de desempleo para evitar la inflación, ese flagelo de los intereses de los rentistas. Para ellos el trabajador no es sino una variable de ajuste.
Esas son las teorías que han prevalecido en Chile desde los tiempos de la dictadura y hasta el día de hoy.
No creo exagerar si concluyo esta parte de mi exposición afirmando que si alguno de los presentes en esta Asamblea le pidiese al gobierno que actúe para crear empleo, lo más probable es que ni le respondan, pero si le respondiesen, el gobierno podría argumentar que no tiene sentido porque según la teoría eso crea inflación, aumenta el desempleo e incrementa la pobreza.
Para defenderse de todo lo que precede, desde siempre, los trabajadores solo han tenido un arma: el Sindicato. O sea su propia organización, su lealtad, su unidad y la coherencia de sus reivindicaciones.
La conciencia del eminente papel que el trabajo tiene en la sociedad es el zócalo en el que reposa la fortaleza de las organizaciones sindicales.
En todos los países la riqueza creada con el esfuerzo de todos se reparte en proporciones diferentes. Esas proporciones varían según el grado de justicia social que se haya alcanzado, y el grado de justicia social depende de la fortaleza respectiva de las organizaciones patronales y obreras. Chile es un ejemplo planetario de injusta distribución de la riqueza como lo prueba entre otros su lamentable índice de Gini[8].
Según los datos disponibles Chile se encuentra en el puesto n° 110 de la lista de países por igualdad de ingreso, ubicándose entre los quince últimos Estados en el ámbito mundial, muy por debajo de países como Ruanda, Burkina Faso, Madagascar, Venezuela, Perú, Ecuador o Bolivia.
Una de las razones es la debilidad de las organizaciones sindicales y la baja tasa de sindicalización del mundo asalariado. Y es de destacar el mérito inmenso que tienen las organizaciones sindicales que han sobrevivido a la represión de la dictadura, y a la indiferencia cuando no a la abierta hostilidad de los llamados gobiernos democráticos.
Sin embargo, si suponemos que la parte del producto que remunera el trabajo gira en torno al 50% del PIB, -lo que es una proporción muy reducida si nos comparamos con otros países-, eso representa globalmente no menos de 80 mil millones de dólares al año. Por otra parte, la población activa del país se sitúa en torno a nueve millones de trabajadores. Eso es lo que pesamos los trabajadores en términos económicos y demográficos.
De ahí que resulte curioso que todos los presidentes de la república, sin excepción, corran a reunirse con los empresarios en Casapiedra, pero nunca reciban a los representantes de los trabajadores.
Contrastando con esta situación, en los países del llamado Primer Mundo al que la política oficial pretende asimilarnos, los sindicatos son parte integrante de la vida económica, social, cultural y política, y como tales son consultados frecuentemente antes de cada decisión económica, social, cultural o política que pueda incidir en la vida de millones y millones de ciudadanos. No se trata de que siempre se haga lo que exigen los sindicatos sino del respeto que merecen los trabajadores, sus opiniones y sus intereses.
No solo de cara a los gobiernos sino también y sobre todo de parte de los patrones y sus organizaciones patronales. Es necesario señalar que en los países avanzados los seguros de desempleo, la capacitación técnica y profesional, la salud y la previsión social, e incluso los tribunales del trabajo son administrados por organismos paritarios compuestos de patrones y obreros, y que el presidente de cada directorio, o del tribunal, siempre es un representante de los trabajadores.
En el seno de cada gran compañía existe un Comité Central de empresa, integrado por representantes sindicales y patronales, que debe ser informado regularmente de la marcha de la empresa y de sus grandes decisiones. Y por otra parte existen los comités de higiene y seguridad, y los comités de cultura y recreo en los cuales los trabajadores ejercen un poder de decisión determinante.
El sindicato no se limita, ni tiene porqué limitarse a la negociación salarial, o a la conducción de conflictos: la huelga, es antes que nada un fracaso para los trabajadores cuyo peso e influencia fue insuficiente para obtener por medio de la negociación las condiciones contractuales adecuadas. El trabajo de los sindicatos consiste, antes que nada, en evitar las huelgas haciendo prevalecer los intereses de sus afiliados.
Nada por el contrario, nada, debiese limitar el derecho de los trabajadores a utilizar el único medio de presión que poseen: su derecho a cesar el trabajo cuando las condiciones contractuales cesan de ser aceptables, o ponen sus vidas en peligro.
Al respecto tenemos que recordar que la Constitución ilegítima impuesta en dictadura el año 1980 establece en su Art. 16., -cuyo sorprendente título es “La libertad de trabajo y su protección”-, lo siguiente:
“No podrán declararse en huelga los funcionarios del Estado ni de las municipalidades.
Tampoco podrán hacerlo las personas que trabajen en corporaciones o empresas, cualquiera que sea su naturaleza, finalidad o función, que atiendan servicios de utilidad pública o cuya paralización cause grave daño a la salud, a la economía del país, al abastecimiento de la población o a la seguridad nacional”.
Aquellos que usan y abusan de la represión de los movimientos sindicales son los mismos que juzgan de por sí y ante sí mismos si una huelga puede causarle daño a la economía del país, a la salud de sus habitantes, al abastecimiento o a la seguridad nacional. En otras palabras, en Chile no existe el derecho a huelga. Peor aún, la huelga es anticonstitucional.
¡Cuán lejos estamos de los países civilizados!
Ese derecho, reconocido en todos los países democráticos e incluso en algunos países que soportan y sufren una dictadura, el derecho a huelga, en Chile no es ilegal: es anticonstitucional. Después de veinte años de esta curiosa democracia que nos niega a todos los chilenos nuestros derechos más elementales, comenzando por el derecho a darnos una Constitución democrática, legítima y republicana.
Nada ni nadie le resolverá estos problemas a la clase trabajadora, ni al conjunto de la ciudadanía. Solo la existencia de fuertes y poderosas organizaciones sindicales podrá contribuir a cambiar este estado de cosas.
Al responder a esta invitación de la Confederación Minera de Chile, invitación que me honra, no puedo sino prolongar el llamado que tantos luchadores sociales hicieran en el pasado: ¡Trabajadores chilenos, Uníos!
Cuando en medio de la incertidumbre los hogares modestos y millones y millones de hombres y mujeres no tienen o no saben hacia dónde mirar, la organización de los trabajadores puede y debe entregarles una respuesta.
Porque “El futuro no es lo que vendrá mañana, sino lo que nosotros seremos capaces de hacer”.
Gracias por su atención.
NOTAS
[1] Chile, país que le regatea homenajes a sus hijos más ilustres, del Rucio Briggs a Gabriela Mistral, de Luis Emilio Recabarren a Violeta Parra, de Clotario Blest a Pablo Neruda, fue generoso con un tipo que escribió una obra titulada “Dar Limosna no es Caridad, y Emplear a los Pobres es hacerle Daño a la Nación” [Daniel Defoe. “Giving Alms No Charity, and Employing the Poor a Grievance to the Nation”].
[2] Pobres: en la Inglaterra de esa época se llamaba así a quién no fuese suficientemente rico para vivir sin trabajar, o sea al pueblo, y en particular a los desempleados y a los discapacitados.
[3] Joseph Towsend. “Dissertation on the Poor Laws”. 1786.
[4] [T.R. Malthus. “Ensayo sobre los principios de la población”. Libro III, capítulo VI].
[5] Nina Easton. TIME Magazine del 25/01/2010. “A Limit to Compassion. U.S. Congress keeps extending jobless benefits. But what if that only prolongs unemployment?”
[6] J. Stiglitz y Carl Shapiro. American Economic Review. “Equilibrium unemployment as a worker discipline device”.1984.
[7] NAIRU o “Non Accelerating Inflation Rate of Unemployment”.
[8] El índice de Gini mide la justicia relativa de la distribución de la riqueza en una sociedad. Chile tiene uno de los peores índices del mundo.
Foto: Luis Casado
* Exposición de Luis Casado ante la Asamblea Nacional de la Confederación Minera de Chile, que reúne a los sindicatos mineros del cobre, del hierro, del oro, del salitre, de las cementeras y del carbón. Bahía Inglesa - 6 al 8 de abril de 2010
12/04/10
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