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Máximo Kinast Avilés

EL PELAO CABRERA



Germán F. Westphal

Venía hecho mierda. Atado de pies y manos, atravesado encima de la montura y amarrado a ella con un lazo de cuero trenzado y sin curtir, por debajo de la cincha. Para que no se mandara abajo.

La lluvia caía a chuzos. Sus pies y cabeza chorreando agua, colgaban inertes de los flancos del caballo bayo que se mantenía con las patas tensas ligeramente separadas y los cascos firmes frente a la casa, las grandes bolas de los ojos negros parpadeando con alguna intermitencia y las nubecillas del vaho de sus pulmones desvaneciéndose desde sus ollares y belfos en el frio de la tarde.

Una manta gris que se mantenía en su lugar por el peso del agua que la empapaba, le cubría el cuerpo.

Aparte de la lluvia sobre el techo de zinc de la posta, sólo se escuchaba el bufar de los cinco caballos y algunas voces indistinguibles de los apresores. De vez en cuando.

Con sus carabinas en bandolera y echándose las mantas de Castilla verde por sobre los hombros para liberar brazos y manos, lo bajaron de la montura. Entre tres. Mientras uno lo apuntaba con su carabina a boca de jarro.

Un par de trastabillazos y las botas negras de montar clavándose en el suelo barroso para afirmarse, lo pusieron de pie en medio de la lluvia. Le aflojaron las amaras de los tobillos y en vilo lo hicieron caminar y subir los cuatro peldaños de madera desgastada que conducían a la galería al aire libre que en el frontis de la casa servía de sala de espera a los pacientes.

Los tablones crujieron en agonía por el peso de los cinco hombres.

Alguna vez, un domingo, también de temporal de lluvia y viento, algunos de su banda habían pasado la noche debajo de la casa construida sobre unos postes de 12 por 12 tallados a azuela, en un declive del terreno frente al camino. Cuando los escuché hablar y sus caballos, me preocupé, pero uno de ellos vino a la puerta a decir que estuviéramos tranquilos, que se irían en cuanto pasara la tormenta. Nunca supe si él había estado ahí aquella noche.

Esta vez era sábado.

Llamaron a la puerta.

Un perro de color indefinido cruzó por el camino de ripio frente a la casa. A trote ligero, con la cola y la cabeza gachas. También chorreando agua.

La lluvia que no cesaba se hacía más violenta por el viento que comenzaba a silbar por entre los alambres del tendido eléctrico. Un relámpago destelló fugazmente dando chasquidos en el cielo. A alguna distancia.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco.., diez y siete... Y el rugir del trueno se hizo presente. La tormenta estaba a una legua de la salida el pueblo.

Se escuchó un guaracazo y se cortó la corriente.

No te voy a poder sacar la bala del cuello. No importa, haga lo que pueda, doctor. No te puedo anestesiar. Te va a doler. No importa, haga lo que pueda doctor. Y apretó los dientes amarrado a la camilla mientras sus apresores lo contemplaban impávidos.

Sáquense esas mantas y cuélguenlas en alguna parte. Aflójenle las amarras. Traigan las tres lámparas de carburo y el chonchón grande que están en la cocina. También toallas, un par de frazadas, un lavatorio de agua hervida y el brasero encendido que está en el pasillo. Sáquenle los zapatos, séquenlo cuanto puedan y abríguenlo bien. Necesita recuperar temperatura.

Y saquen esas carabinas de mierda pa’ fuera.

Y Ud., mi cabo, apague ese cigarrillo! 


La colilla con boquilla de cera del cigarrillo La Ideal terminó aplastada bajo la bota en el piso de madera.

Recoja esa huevá y váyase pa’ fuera. A hacer guardia si quiere fumar!

El Pelao Cabrera permanecía inmóvil sobre la camilla, con los ojos entreabiertos.

Unos meses antes se había cargado a una pareja de carabineros que lo buscaba por varios casos de abigeato. Aunque tenía el sombrero puesto, creyeron identificarlo por su estatura que era de un metro ochenta --poco más, poco menos-- en una de las tantas cantinas clandestinas del camino. Una de esas a los cuales los caballos de los lugareños se dirigen solos aunque se les tire de las riendas para mantener la ruta.

La fuerza de la costumbre.

Cuando entraron al clandestino, los saludó con un buenas noches, alzando su chupilca de vino tinto desde el mesón con la mano derecha.

Como sabían que era zurdo, el saludo los confundió.

Fatal.

El Pelao Cabrera los eliminó certeramente, desenfundando y dispando su revolver Colt Bisley 45 con la mano izquierda. Su revolver le venía bien por la mayor curvatura de la cacha que otros, un diseño para revólveres de duelo en el Far West norteamericano, por allá en 1894. Toda una reliquia, además.

Se me vino a la mente Joaquín Murieta, pero entre su muerte en California y el Colt Bisley mediaban como 40 años. No había conexión posible.

Su pulso era normal, su presión arterial, 120 sobre 80 y no tenía fiebre.

Has perdido bastante sangre y la bala está metida entre los músculos del cuello cercanos a la yugular. Te me puedes ir si se me pasa el cuchillo.

Mientras no use un corvo, doctor, todo bien. Trataré de no irme.

Y volvió a apretar los dientes.

Nos habíamos encontrado cara a cara hacía como un año, en la costa que flanquea la cordillera de Nahuelbuta, en una de las tantas cuevas formadas en tiempos milenarios por el batir incesante de las marejadas contra los altos acantilados de tierra firme, por ahí, entre un roquerío prácticamente inaccesible.

Me habían venido a buscar cerca de medianoche para que atendiera a un accidentado...

Traiga sus cuchillitos en las alforjas, me dijeron. También harto algodón y vendas.

Cruzamos la Cordillera de Nahuelbuta a caballo y cuando estábamos prontos a salir de ella, me señalaron que me tenían que vendar la vista. Iban armados con carabinas recortadas.

No se preocupe, doctor, le llevaremos su yegüita de las riendas... Nosotros conocemos el camino. Afírmese bien en la montura porque de aquí a un trecho, iremos de bajada.

A la distancia se escuchaba el mar como dentro de una caracola pegada al oído.

Como en la oscuridad de la noche no veía más allá de mis narices, el gran pañuelo con que me cubrieron los ojos no me importó. Olía a mujer. Me acomodé bien la manta de Castlla negra, le subí el cuello, me metí el calañés hasta las orejas y me sentí seguro entre esos cuatro hombres que me cuidaban y protegían.

En un momento, percibí la salinidad del mar en el aire y poco después mi yegüita caminaba sobre la arena de alguna playa que se hizo breve.

Afírmese doctor porque iremos por entre las rocas y el caballito se puede resbalar --pero nada de ello ocurrió, aunque estaba claro que íbamos de bajada, subida y bajada en terreno rocoso por el ruido que hacían los cascos de los caballos.

Escuché algunos silbidos que fueron respondidos con otros silbidos por mi escolta. También un disparo al aire.

No se asuste, doctor. Están avisando que ya llegamos.

La yegüita se taimó un par de veces y no quiso avanzar, pero la dirigían bien.

Agache la cabeza doctor porque se puede pegar contra la roca. Y no tumbe los hombros porque el tunel es estrecho...

Unos veinte minutos después nos detuvimos y me retiraron el pañuelo de la vista.

Amanecía.

El paciente estaba tumbado en una payasa de paja, al cuidado de dos mujeres que habían venido a la posta alguna vez.

Buenos días!

Buenos días!

Algunos hombres que fumaban y tomaban café en jarritas esmaltadas --con las típicas saltaduras que les da el uso--, saludaron llevándose el dedo índice al sombrero y agachando levemente la cabeza. No conversaban.

El accidentado tenía un tajo de unos 18 centímetros de largo y bastante profundo en la barriga, pero felizmente no había alcanzado a romper el peritoneo. También, una herida por detrás de la clavícula izquierda y otra más pequeña por delante, en un ángulo que me indicaba que no había sido de bala. Tampoco de arma blanca.

Y esto? Cómo pasó esto?

Con esto...

Y las mujeres me mostraron un gancho de esos que usan los mineros del carbón para jalar las vagonetas que sacan cargadas de la mina. La punta del gancho había sido afilada, convirtiéndolo en arma de ataque.

Fue una pelea con un borracho, doctor.

Y el borracho?

El ya no está.

Ya no está más...

En eso se acercó un hombre de como un metro ochenta con su jarra de café humeante en la mano izquierda y la cabeza cubierta con un pañuelo atado a la nuca. Como el que habían usado para cubrirme la vista.

Me saludó con una sonrisa afable.

A Ud. lo trajimos con la vista vendada porque tiene que regresar a Contulmo, doctor. El otro no podía regresar.

Aquí se puede beber cuando comimos, o en la nochecita cuando conversamos alrededor del fogón y pitamos un cigarrito, pero no más de la cuenta y emborracharse.

No podía regresar.

Comprendí. Ya no estaba. Ya no estaba más. Había violado el código de conducta. Razones de seguridad.


No es mucho lo que puedo hacer. Por lo menos no tiene fiebre. Trataré de curarle las heridas.

Haga lo que pueda, doctor. Haga lo que pueda...

Y se fue caminando lentamente por entre las rocas.

La limpieza y curación de las heridas tomaría una hora. Tal vez hora y media. Le metí varios puntos en el tajo de la barriga, mientras el hombre apretaba los dientes y sin chistar jalaba los costados de la payasa con sus manos agarrotadas.

Se te va a caer el hombro izquierdo porque los músculos han sido dañados. Te va a quedar más bajo que el otro, pero si hacís ejercicio con el brazo y te masajean con aceite de eucalipto, a lo mejor no te baja mucho y te podís recuperar.

Tenís quien te de un masajito de vez en cuando?

Sonrió.

Sí, aquí mi paisanita --y una de los mujeres que lo cuidaba me miró ruborizada.

Está bien. Una vez que cicatricen las heridas, consíguete aceite de eucalipto y le das sus masajitos en el hombro, mañana y tarde, por unos veinte o treinta minutos, todos los días por un par de meses o más. Mientras tanto, aquí tenís algo de metapio para curar las heridas y un paquetón de algodón y gasa. Después te conseguís más en la botica.

Me trajeron café y una tortilla al rescoldo con chicharrones que consumí contemplando el mar.

Lo vamos a tener que ir a dejar en la tardecita, igual como lo trajimos pues de día no se puede --me vino a decir uno de los hombres de rostro apergaminado por los años. Pero no se preocupe que yo le voy a hacer compañía.

Ud. sabe, doctor, yo fui el ayudante de su abuelo cuando por allá en 1890 trajimos de Valdivia el
Esperanza. De treinta toneladas! Y navegamos y cruzamos por primera vez el lago Lanalhue. Al remolque traíamos un lanchón de unos veinte metros de eslora con las carretas y los caballos...  Subimos por el Paicaví...

Su abuelo era bien picao de la araña, doctor, y terminó enamorando a la hija de uno de los dueños del Esperanza. El pasó de maquinista a patrón. Yo era su ayuante, dijo con orgullo.

Sonreí.

Almorzamos juntos un asado al palo de medio costillar de cordero cubierto de harina tostada, papas cocidas con pelo, una ensalada de lechuga y media jarrita de pipeño que a cada uno nos trajeron las mujeres a una roca que nos sirvió de mesa.

Una vez nos pilló una tormenta en medio del Lanalhue y no avanzábamos. Se nos acababa el carbón de piedra y su abuelo me ordenó que le echara a la caldera cuanta custión de madera hubiera a bordo. Así es como nos salvamos y pudimos llegar a Licahue...

La conversa duró la mayor parte del día. Al caer la tarde, fui a ver a mi paciente. No tenía fiebre y se veía bien.

Me llevaron de regreso tal cual me habían traido.

Desde aquel día, un par de veces al mes, nunca dejaron de venir a la posta unos niños que traían de regalo huevos, alguna gallinita, verduras, una pierna de cordero, arrollado de chancho, longanizas, pan amasado o tortillas al rescoldo... Y esto quién lo manda? --les preguntaba mi mujer. Los niños, que no eran del pueblo, sonreían y arrancaban corriendo a patita pelada por el camino...

Te va a doler.

Echele no más doctor. Yo sé que Ud. sabe lo que hace.

Ambos sudábamos, con los dientes apretados.

Saqué la bala incrustada a milímetros de la yugular y se la mostré.

No ve doctor... No me fui! Aquí estoy todavía --dijo sudoroso...

Pero a lo mejor te van a fusilar.

Eso está por verse todavía.

Como uno de sus apresores carraspeara... Si es que no me matan antes --murmuró...

Me lo van a tener que dejar aquí por unos días. No se lo pueden llevar. Tiene que reponerse. Tengo que ver que no haya infección y tratarlo con sulfas.

Como Ud. mande, doctor, pero hay que llevarlo a Cañete pa’ que lo juzguen y alguien se tiene que quedar de guardia.

Eso lo deciden Uds., pero no se va a Cañete hasta que yo lo de de alta.

Al día siguiente apareció el jefe de la Tenencia local. El pueblo lo conocía como
El Espejito porque los domingos iba a misa muy atildadito, con su sablecito de parada al cinto y las manos enguantadas de blanco.

Espejito,
Espejito, quién es el más bonito? --preguntaban los niños al verlo pasar.

El los ignoraba.

Tenemos que llevarlo a Cañete para que lo juzguen, dijo con voz aflautada y un gallito que se le escapó de la garganta.

Cuando yo lo de de alta.

Y así todos lo días, hasta que al quinto apareció con una orden que había recibido por telegrama del Intendente de Malleco.

Está bien. Cuándo?

Mañana de madrugada.

Lo vinieron a buscar de madrugada. Me levanté y abrí la puerta. Eran los mismos que lo habían traido y
El Espejito! 

Mi mujer le había dado algunas de mis ropas para que se vistiera y yo le regalé mi calañés. Para que se abrigara la cabeza.

Hasta luego, doctor --y me tendió la mano derecha antes que le ataran ambas a la espalda.

Suerte!

Lo subieron a la montura. Entre tres. Mientras uno lo apuntaba con su carabina a boca de jarro. 

Partieron al trote lento.

El Espejito muy empingorotado al frente, seguido de los Cabos 1º y 2º de la Tenencia --uno de los cuales jalaba las riendas del caballo bayo del prisionero-- y los otros dos carabineros atrás.  

Mi mujer preparó café y con la taza en mano salí a fumar mi
Monarch ambré a la galería, en el frontis de la casa.

Escuché un disparo. Quedé a la espera de otro, pero nada! Uno había bastado!

Miré mi reloj de bolsillo.

Hacía media hora que habían partido.

Intentó fugarse a media legua de la salida del pueblo.

Con las manos amarradas a la espalda...

Cuando lo velaban en la iglesia, antes de darle sepultura, comenzaron a llegar varias mujeres acompañadas de sus hijos, todos peladitos, más o menos de la misma edad. Los hombres se mantenían a alguna distancia del féretro con sus mantas puestas y el rostro más o menos embozado con grandes pañuelos que se me hacían familiares, pero me pareció reconocer algunas miradas, como las del Cabo 1º, el Cabo 2º y un par de carabineros más. Me resultó extraño y me preocupé pensando que estarían aprovechando esta oportunidad tan llena de dolor para identificar a los afuerinos y perseguirlos... 

El cura terminó su responso y cuando bendecía el féretro que permanecía sellado, cerré los ojos por un instante, agobiado por la idea de cuán inútiles habían sido mis esfuerzos para extraerle la bala del cuello y evitar que se desengrara, dañándole involuntariamente la yugular. En eso, un estampido. Un disparo al aire! Y otro! Y otro! Los embozados se habían sacado los pañuelos del rostro y allí estaban! El Cabo 1º, el Cabo 2º, los dos carabineros --todos vestidos de paisanos--, los hombres que había visto en la costa y... El Pelao Cabrera

Salieron todos corriendo de la iglesia seguidos de las mujeres y los niños que gritaban alegres Papá! Papá! Papá! Montaron sus pingos y partieron al galope tendido.

Sorprendido, el cura abrió el féretro pensando que estaría vació!

Pero no era así!

Ahí estaba!

Inmóvil!

Ahí estaba inmóvil El Espejito con la boca abierta y un balazo en la frente!

***

Los víveres de cada quincena comenzaron a llegar más abundantes.

Hasta que me trasladé a Linares donde conocí a su hermana, a mediados de los 1940.

También era calva.
Nota de la Redacci{on: Este cuento ha sido publicado en http://ln.fica.cl/muestra_noticia.php?id=4934 

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