LAS ÚLTIMAS HORAS DE SALVADOR ALLENDE:
Por Eduardo González Viaña
Fuente: Provincia Virtual Nº 198
"La muerte de un presidente" de Rodolfo Quebleen, revive las últimas horas de Salvador Allende desde que ingresó a La Moneda a las 7 y 30 de la mañana del 11 de septiembre de 1973 hasta las 2 de la tarde de ese día en que lo sacaron muerto.
Durante siete horas, todo el ejército de Chile asedió el palacio de gobierno. Tanques, aviones, artillería y expertos tiradores acribillaron a las familias que vivían cerca, lanzaron cohetes, granadas y artefactos incendiarios e hicieron una guerra infame contra un grupo de valientes que solamente podía responder con unas cuantas pistolas. Sin embargo, no lograron que el mandatario se rindiera. Cuando lo sacaron del palacio en llamas, Allende había recibido centenares de balazos, pero en ningún momento había dejado de ser el presidente de Chile.
Pinochet y el almirante Patricio Carvajal.
Pinochet: Rendición incondicional, nada de parlamentar... ¡Rendición incondicional!
Carvajal: Bien. Conforme. Rendición incondicional y se le toma preso, ofreciéndole nada más que respetarle la vida, digamos.
Pinochet: La vida y su integridad física y enseguida se le va a despachar a otra parte.
Carvajal: Conforme. Ya... Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país.
Pinochet: Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país, pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando...
Carvajal: Conforme... (Ríe.) Conforme.
Esta es la grabación de un diálogo entre los jefes del Ejército y la Marina de Chile. Esto no es teatro. Estas son las palabras de dos asesinos. Tanto lo que dicen como todas las evidencias conocidas hoy-incluidas mil páginas del desclasificado archivo de la CIA- muestran que el golpe de estado perpetrado en 1973 y la brutal dictadura que lo siguió no fueron hechos siquiera en nombre de las convicciones ultraconservadoras de sus cabecillas. Fueron tan sólo las órdenes del superior- el Departamento de Estado de los Estados Unidos- cumplidas al pie de la letra por una partida de criminales a sueldo que lucian en los galones el rango de generales.
Siete años antes, converso con un caballero Quebleen ha basado su trabajo en grabaciones como la anterior, testimonios de sobrevivientes y en el mismo archivo de la CIA, y ha producido una obra de verosimilitud sorprendente. No fui a Nueva York a presenciar la puesta en escena, pero leí el texto, y hay en él una imagen tan verídica como la que tengo del presidente y quiero recordar hoy.
Conocí personalmente a Salvador Allende en el lobby del hotel "Habana Libre" hace alrededor de cuarenta años. Se celebraba una importante conferencia, y el entonces presidente del Senado de Chile era uno de los participantes más famosos.
Aunque el evento duró más de una semana y coincidimos en muchos lugares y sesiones, no había cruzado siquiera un par de frases con él. Me lo impedían mis escasos 24 años y una timidez incontrolable.
Una tarde, sin embargo, tomamos el mismo ascensor, nos saludamos con una venia y llegamos al mismo décimo piso donde al parecer ambos estábamos alojados. Entramos en nuestros respectivos cuartos, y unos
minutos más tarde nos encontramos esperando el ascensor de vuelta cada uno con una camisa y corbata diferentes. Entonces ambos soltamos la risa.
-¿De dónde es usted, compañero?
Se lo dije.
-Fíjese usted. A mí en Chile me llaman "el pije".- rió- Dicen que exagero en el cuidado personal…pero ahora veo que también hay "pijes" entre los compañeros peruanos.
Estábamos de vuelta en el lobby, y nadie nos esperaba. Allende propuso que tomáramos un café. Nos sentamos frente a una mesa sobre la cual el único adorno eran dos piedras, una blanca y la otra negra.
-¡Piedra negra sobre una piedra blanca!- recordó el poema de Vallejo, pero no hicimos una conversación literaria. Al grano, Allende tocó el tema que le interesaba.
-Hace dos meses se anunció oficialmente la caída del frente guerrillero de Luis de la Puente Uceda. ¿Qué piensa usted sobre eso?
Se contestó, o continuó en su pregunta:
-La anunciaron, pero entiendo que no han entregado su cadáver ni el de ninguno de sus compañeros.
-Es verdad. No dan prueba alguna- respondí. – Pero hay otras evidencias… Me duele mucho, pero creo que esa noticia es cierta.
Allende me quedó mirando un instante. Luego volvió los ojos hacia las piedras de la mesa.
-En mi oficina del Senado, trabaja conmigo Teresa, la esposa de Jean Paul Escobar, uno de los compañeros de De la Puente. Ella no cree que esos hechos hayan ocurrido.
-No lo creerá jamás. Está decidida a no creerlo.
-Tiene usted razón. La vida y la muerte a veces dependen de nuestras propias decisiones.
Observó fijamente las piedras, y luego aquello se convirtió en un monólogo.
Esa es la imagen que conservo del héroe, inclinado sobre la mesa de café y mirando esas dos piedras. A ellas les habló de Luis de la Puente.
-Un jurista, un valiente, un hombre honesto. Sé que antes de salir a la guerrilla, distribuyó las tierras de su hacienda entre los campesinos. Son pocos los que harían lo mismo… ¿Y quiénes eran sus hombres? Gente como él, abogados, médicos, estudiantes, profesores, algunos campesinos… Escalaron las montañas más altas de la tierra y desafiaron a todo un ejército. Su derrota era previsible, pero su gesto y su imagen mostrarán para siempre que quien aspira al reino de la justicia, debe sacrificarse.
-Un momento- lo interrumpí. -Ha dicho usted que su derrota era previsible. ¿Quiere usted decir que para hacer la revolución se debe esperar que las condiciones objetivas se cumplan?
-Tal vez… -me miró y otra vez volvió a la observación de las piedras.- Pero si de un momento a otro, todo está acabado, hay que saber responder como hombre.
Volvió a monologar:
-De la Puente parece a Francisco de Asís entregando todos sus bienes a los pobres antes de salir a cumplir su misión. Se parece a don Quijote embistiendo lanza en mano contra un mundo injusto. Fue vencido. Como el uno y el otro fue vencido…
En ese momento, levantó la vista hacia mí.
-¿Le parezco pesimista, compañero? Cuando tenga más años, se dará cuenta de que los vencidos tienen un papel determinante en la historia. Los combates por la liberación se inspiran en el sacrificio de los pueblos arrasados, de las generaciones derrotadas, de los asombrosos mártires que marchan hacia el sacrificio. Cristo es el primero de una larga lista.
Calló un momento:
-¿Y en América Latina? ¿No le dicen algo los nombres de Cuahtemoc, de José Martí? … Y los indios masacrados durante trescientos años y levantándose a morir al lado de Túpac Amaru.
Mientras me hablaba, recordé a Zapata y a Sandino, ..Quise mencionar sus nombres, pero ya Allende estaba recordando un poema de "Alturas de Macchu Picchu". Se lo sabía de memoria:
-"Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado.
No volverás del fondo de las rocas.
No volverás del tiempo subterráneo.
No volverá tu voz endurecida.
No volverán tus ojos taladrados…"
Ésta es mi imagen de Allende y la que Rodolfo Quebleen perpetúa en el monólogo. En mis recuerdos, el valiente chileno habla con las piedras y mira la historia con los ojos de los muertos. Ahora que se ha esfumado esa mirada, su visión de los vencidos y su propio ejemplo valeroso derraman incansables toda suerte de esperanzas sobre estos tiempos oscuros.
No sé si mi interlocutor había leído a Walter Benjamín, pero las palabras que le recuerdo trasuntan esa filosofía.
-La violencia de los dominadores ha convertido al mundo en un matadero.- me dijo y añadió:
-Por eso, hay que recordar a nuestros vencidos. Mientras su causa no triunfe, siempre será posible un nuevo matadero.
Creo que estuvimos allí más de una hora. Pasó Regis Debray, se sentó a nuestro lado. Después se nos juntó Hilda Gadea de Guevara, pero Allende seguía hablando con las piedras. Por fin, arribaron las personas que estábamos esperando, y nos despedimos.
En la escena teatral de Quebleen, el presidente de Chile habla por teléfono con el Almirante Carvajal, con su hija Beatriz, con su secretaria, y por fin, con el general Baeza, uno de los sitiadores, a quien le ordena que deje salir a las mujeres. Por fin, habla con su Kalashnikov, y todo el acto teatral se sostiene sobre la mirada del hombre su monólogo con un fusil.
Tal vez la proximidad de la muerte le confiere una lucidez asombrosa. De pronto dice algo que solo se ha sabido muchos años después:
-Nixon y Kissinger ya habrán anunciado que fueron sorprendidos por la noticia… Por supuesto que fueron sorprendidos… El golpe estalló diez minutos antes de la hora ordenada por ellos.
Fue exactamente así. Lo revelan hoy los documentos de la CIA abiertos a todo el mundo treinta años después del crimen.
Confieso que siempre me ha resultado difícil entender la muerte de Allende o la del Che, la persecución y la cárcel de los combatientes por amor a la justicia y a la verdadera libertad.
Sin embargo esta obra de teatro y, sobre todo, el hecho real en que se inspira me hacen recordar que ser hombre es ser libre, y que el sentido de la historia es que nos convirtamos realmente en hombres. Las palabras de Allende mirando fijamente dos piedras o monologando con un fusil me hacen saber una y otra vez que los héroes pueden morir y ser escarnecidos y derrotados muchas veces. Lo que nunca muere son los principios que hacen hombre al hombre y dignifican la condición humana.
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