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Máximo Kinast Avilés

LA CACEREÑA

(Cuento Corto)

Germán F. Westphal

 

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Fue a principios del siglo... ¡Coño! ¡Ya ni me acuerdo! Han transcurrido tantos siglos y hay tanto que contar porque la historia tiene historias y es larga.


Como procesión de Semana Santa en Sevilla.

 

El hecho es que apareció un día cualquiera por los establos de la Plaza de Toros ofreciendo cornucopias de cereales, como la diosa Ceres.

 

De ahí que la apodaran La Cacereña, aunque ella prefería que la llamaran Carmela.

 

Algunos decían que era gitana porque leía las palmas de las manos, vaticinaba mentiras y hablaba un jerigonza que nadie entendía: létpe mípi sípi yúrpu prípi típi áyspa dóntpo yúpu wópo rrípi yúpu hávpa mípi lávpa fórpo épe vérpe an’pa fórpo épe vérpe...

 

Otros, que era bruja porque profesaba de alquimista.

 

Además engañaba a sus amantes del día arreglando por telepatía otros encuentros fortuitos que la llevaron a viajar a tierras incógnitas, siempre buscando sacar ventaja de ellos. A escondidas y mintiéndole a todo el mundo.

 

Hasta que un día fue descubierta y haciéndose la ofendida –sabiéndose culpable–, rehuyó a quienes en algún momento de verdad la habían amado y dado todo por ella.

 

Otros, de los muchos con que alguna vez se habían revolcado en la paja de los establos, decían que no era más que una ramera que, aunque se veía firme y graciosa en las formas, tenía el trasero fofo.

 

Otros, que era rusa por su porte alto y esbelto y los bucles de sus cabellos, con uno que le caía sobre los ojos cuando se refocilaba encima de alguno de los banderilleros.

 

Otros, que había sido entregada por su abuela al orfanato de las monjas Clarisas cuando descubrió que el padre –su hijo-, un cantor de operetas italianas de poca monta, maestro de una escuela parroquial y sacristán para remate, le metía mano cuando la llevaba al cuarto oscuro del patio trasero con el pretexto de mostrarle algún instrumento musical y la había desflorado meses antes de que le llegara la primera regla.

 

Las beatas de la Iglesia de Santiago, quienes al parecer estaban bien informadas, decían que así había sido y que por eso le gustaban los tipos mayores, aunque los que más la excitaban eran los calvos –como su padre– sin importarle que fueran panzones. Fijación de mozuela, la pobre.

 

Así, cuando se acostaba con ellos, cerraba los ojos e imaginaba que el rostro de quienes la poseían se convertía progresivamente en el de su progenitor mientras, ciñendo firme el entrecejo, movía las rodillas repetidamente con todo el frenesí del mundo hacia arriba y hacia abajo.

 

Para refregarse a gusto.

 

A la vez que besaba sus calvas.

 

Además de tener los cascos ligeros, también se hizo popular entre los picadores pues les daba nuevos bríos a los caballos excitándolos con la punta de la lengua cuando regresaban maltrechos por los cornadas de algún toro en el ruedo, al igual que hacía con sus amantes del día que fuera.

 

¡Es lo mismo! ¡Es igual! –dicen que decía.

 

¡Caballo, hombre o perro! ¡Es igual!

 

Después les mostraba la lengua gruesa y carnuda y se iba.

 

Así, cuando uno de los mocetones de los establos la descubrió haciéndole el trabajito a un potrillo, terminaron por llamarla  La Mamona.

 

Ella sólo sonreía.

 

¡Todo era fiesta para ella!

 

Incluso una noche que se fue de copas con los banderilleros, bailó desnuda arriba de una mesa, vestida sólo con una pelota roja en la nariz y un par cachos de macho cabrío en la frente.

 

Lo que más le celebraron los clientes de la cantina, entre caña y caña, fue su pubis que a los quince años las monjas del claustro le habían depilado con finas pinzas, eliminando para siempre, una a una, las raíces de todo vello.

 

Excepto un breve acolchado en forma de daga que se frotaba lúdicamente mientras bailaba al ritmo de palmas, panderetas y castañuelas. Arriba de la mesa.

 

Esa noche, terminó durmiendo borracha al pié de la torre de los Golfines, quienes desde el balcón vaciaron sobre ella orines y heces.

 

Para cubrirla un poco –dijeron.

 

De madrugada, la recogió un alemán que por telepatía, días antes había atraído al pueblo y que también profesaba de alquimista.

 

Albrecht von Scheisskopf, dicen que se llamaba.

 

Muy distinguido.

 

Con un “von” por añadidura.

 

Ella siempre quiso tener un apellido de estirpe germánica, aunque fuera por amancebamiento.

 

Hoy dicen que como Eréndira, vaga sonámbula por los campos de Europa cuidando el alma de su abuela paterna, a la cual tanto odió.

 

Por haberla enclaustrado y privado de los coitos con su padre.

 

Sin líneas en la palma de la mano.

 

Sin historia.

 

Excepto ésta.

 

www.youtube.com/watch?v=ZUmkmNSGWJA

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