PERU: LA BARBARIE DIBUJADA
Mientras el retablista y antropólogo Edilberto Jiménez escuchaba los desgarradores testimonios de los pobladores afectados por el terrorismo en este distrito ayacuchano, hacía sus primeros trazos con lápiz y papel. Ahora que acaba de reeditar “Chungui: violencia y trazos de memoria” (IEP), un libro que humedece los ojos, es tiempo de recordar el horror vivido en esta comunidad.
Adiós pueblo de Chungui perlaschallay
A conquistar bases de apoyo perlaschallay
Por los campesinos pobres perlaschallay
(Canto subversivo adolescente, 1984).
Por Ghiovani Hinojosa
El llanto infantil no tuvo aquí nada de tierno. Nada de reclamo ni de majadería. El llanto de los niños en este enclave de la puna ayacuchana los llevó a la muerte. Los senderistas, que habían obligado a los pobladores de Chungui a seguirlos en su retirada por los montes, reprimían con crueldad el más leve sonido que saliera de boca de los menores. Patrullas del Ejército los acechaban. “Cuando venían los militares, los niños tenían que estar calladitos. Pero a veces el hambre y la sed los hacían llorar. Por eso los senderistas ordenaron matar a todos los niños en Huertahuaycco (1985). A las mujeres les obligaron a matar a sus hijos y también ellos mismos los mataron ahorcándolos con soguillas y también con sus manos les aplastaron sus cuellitos”, es la atroz revelación de un chunguino.
Ahora que Sendero Luminoso es una fuerza marginal que sobrevive gracias al narotráfico, es posible descubrir los episodios más siniestros de la violencia que este movimiento desató en el país hace 25 años. Como el de este desborde de sangre registrado en el distrito ayacuchano de Chungui, donde, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el conflicto armado interno alcanzó sus cuotas más altas de muerte. Se estima que allí murieron 1,384 peruanos entre 1983 y 1994. Este lugar extraviado en la periferia de la provincia de La Mar fue uno de los que derramaron más sangre (y lágrimas) en medio del silencio gélido del monte: el 17% de su población cayó abatida a manos de terroristas, ronderos, militares y policías.
“Si la violencia hubiera azotado con la misma intensidad la capital, en Lima hubieran desaparecido por completo los distritos de La Molina, Miraflores, San Isidro, Surco, Surquillo, Villa María del Triunfo y Villa El Salvador”, compara el antropólogo Carlos Iván Degregori, tal vez con el afán de zamaquear las conciencias capitalinas más aletargadas. La inefable crueldad de las matanzas, la deshumanización generalizada de sus protagonistas y el salvaje despojo de valores sociales tan sensibles como el nombre de las comunidades, hicieron de este un pequeño infierno en plena sierra peruana.
Oreja de Perro
Como la región Ayacucho –vista en el mapa– tiene la forma de un can echado de costado, y como La Mar parece la parte posterior de la cabeza de este animal, Chungui naturalmente viene a ser la Oreja de Perro. Con esta singular denominación bautizaron a esta zona los miembros de las Fuerzas Armadas que llegaron desde 1983 para colaborar con los “sinchis” o policías especializados en la lucha contrasubversiva. Ya entonces este pueblo estaba encaminado a ser parte del “nuevo Estado” senderista bajo la dirección de los camaradas “Franco” y “Eduardo”, quienes desde principios de la década se habían infiltrado a través de la frontera con Apurímac.
En esos primeros años, los partidarios de Abimael Guzmán habían captado la simpatía de algunos chunguinos, tras promover la educación escolar para sus hijos, un derecho que los hacendados les habían negado una y otra vez. Según algunos testimonios, el colegio Túpac Amaru II, uno de los primeros en aparecer en el distrito, fue abierto por estudiantes de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, que solía recibir las visitas de Osmán Morote. Este llegaba con literatura maoísta bajo los brazos. Poco después empezó la sangría. El siguiente paso fue revocar y asesinar a las autoridades locales, y “limpiar al Nuevo Estado de los ladrones, brujas, adúlteros, abusivos y terratenientes”, según relató un poblador el 2004.
Durante este proceso, Sendero no solo mató a campesinos por no compartir sus ideas o por colaborar supuestamente con el Ejército, sino también por razones insólitas. “En Putucunay asesinaron a Serafina Lima ‘por estar pensativa y triste’. En otros pueblos, campesinos de ambos sexos corrieron la misma suerte ‘por haber venido de Lima’, ‘por ir a cosechar papas’ y ‘por ser mujeres divertidas con los casados’”, recuerda Degregori. Lo peor de todo llegó cuando los terroristas se sintieron acorralados por los policías y por los militares, y obligaron a los chunguinos a correr con ellos a la puna.
“Éramos como venados”
Las “retiradas” empezaron en el verano de 1984 –el año más crítico, ya que se cometieron 91 asesinatos y 32 masacres o matanzas simultáneas de grupos de cinco a más personas–. Los senderistas organizaron repliegues masivos a las zonas más altas del distrito. Allí se refugiaron en condiciones inhumanas e inclementes. “Nos obligaron a vivir ocultos como animales en el monte, con hambre, sed y muertos de frío (…) Junto a nuestros hijos, cargamos lo poco que pudimos: algunas frazaditas, pellejos, ollitas y maicitos. Ante cualquier ruido quedábamos en silencio y cuando llegaban helicópteros corríamos a ocultarnos, éramos como venados; así era la vida”, narró un sobreviviente de la zona de Belén Chapi.
Sin proponérselo y en medio de confusiones, sangre y rencor, todos los habitantes de Chungui eran senderistas para las fuerzas del orden. Tal fue el temor de ser divisados por las patrullas del Ejército que los jefes senderistas no solo ordenaron la matanza de perros, gallinas y cuyes –para garantizar el silencio–, sino que actuaron con una insensibilidad aterradora frente a los niños cautivos. La estrategia oficial para reconquistar a la población se nutrió, en la práctica, de las mismas técnicas de sometimiento, torturas, vejámenes y asesinatos ejecutados por los subversivos. Una pobladora relató que en 1984 los militares capturaron a su esposo, quien era acusado de senderista, lo colgaron de un árbol y dijeron: “No deben llorar, el que llora es un terrorista y debe morir. A la mala hierba se le debe matar, esa es la ley, matar y matar”. Incluso, se sabe que los Comités de Autodefensa, integrados por los propios chunguinos y por elementos de la Policía y el Ejército, también actuaron muchas veces inmersos en este contexto generalizado de impiedad.
¿Y la estrella?
En las elecciones de 1985, ocurrió en Chungui algo inédito en la historia del Perú contemporáneo: “el 99.5% de asistentes a las urnas dio el 100% de votos a los candidatos del APRA”, detalla el antropólogo ayacuchano Carlos Iván Degregori. Solo siete pobladores de todo el universo electoral (1473) no fueron a votar. Si bien se conoció luego que muchos ayacuchanos fueron presionados a elegir esta opción política por los militares, también es cierto que buena de parte de ellos depositaron su confianza en el partido que hoy gobierna el país.
Desgraciadamente, en este distrito persisten las condiciones que posibilitaron la violencia hace poco más de 25 años: según el Mapa de la Pobreza de Foncodes (2006), el 100% de pobladores no tiene electricidad, el 93% carece de agua potable, la desnutrición alcanza al 55% y el analfabetismo femenino afecta al 34% de la población. Ojalá que la barbarie dibujada por Edilberto Jiménez remueva conciencias, despierte sensibilidades y, sobre todo, ponga las manos a trabajar.
Arte comprometido
Edilberto Jiménez fue promotor de comunicación y cultura del Centro de Desarrollo Agropecuario en la zona de Chungui en el periodo posguerra interna. Colaboró con la Comisión de la Verdad y Reconciliación suministrando los testimonios que recopiló y localizando algunas fosas comunes. En los últimos años ha participado en una investigación similar referida a la matanza de Lucanamarca, en 1983.
Este viernes 21,
dirigirá un conversatorio sobre Chungui,
a las 6 pm,
en el local del Instituto de Estudios Peruanos
(Horacio Urteaga 694, Jesús María).
Ingreso libre.
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