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Máximo Kinast Avilés

Cheney y Pinochet unidos por la eternidad

El ex vicepresidente de EE UU teme que lo juzguen en el extranjero por crímenes contra la humanidad

Dick Cheney tiene miedo de que lo vayan a pinochetear.

No es invento mío, ni la noticia ni tampoco el vocablo tan extraño, aún más peregrino en inglés que en castellano. Al que se le ocurrió retorcer el nombre del exdictador chileno para convertirlo en verbo soez, fue nada menos que el coronel Lawrence Wilkerson, quien ejerciera de jefe de gabinete de Colin Powell, y utilizó esa palabra para sugerir que Cheney teme que, como Pinochet, lo pueden someter a un juicio en el extranjero por crímenes contra la humanidad.

En efecto, desde que Pinochet fue detenido en Londres en 1988, pasando el siguiente año y medio luchando contra su extradición a España para ser juzgado como responsable de torturas durante su régimen, desde que la Cámara de los Lores determinó que era válido procesar a un jefe de Estado por violaciones de derechos humanos en un país diferente de aquel donde los abusos habían sido cometidos, el espectro de esa decisión y aquel destino ha rondado a gobernantes y exmandatarios del mundo entero.

Lo que aterroriza al vicepresidente de Bush (y debería aterrorizar al mismo Bush también) es que cierta mañana, al encontrarse sorbiendo un café au lait en París o paseándose por el Támesis o examinando el Guernica de Picasso en el Museo Reina Sofía de Madrid (¿reconocerá la devastación de Irak en aquel cuadro?), de pronto, sienta que alguien le toca el hombro y lo invite a que lo acompañe a la estación de policía más cercana.

En forma muy amable, por cierto, puesto que no lo van a golpear ni menos enviarlo secretamente a experimentar las delicias de un sótano, digamos, en Corea del Norte. Jamás a nadie se le ocurriría someterlo a la tortura del agua (waterboarding) en Guantánamo para forzarlo a confesar, nadie le susurrará en la oreja, “si no tienes nada que esconder, nada tienes que temer”.

Y cuando, como corresponde, le hayan tomado las huellas digitales, habrán de llevar a Cheney ante un magistrado para que sea informado de que, de acuerdo a la ley internacional, se le imputa haber propiciado actos de tortura, una actividad condenada por un Convenio Internacional que los Estados Unidos ratificó en 1994. Y después tendrá la oportunidad —que no obtuvieron sus presuntas víctimas— de defenderse con abogados, amén de poder examinar y refutar a sus acusadores.

Es cierto que el exvicepresidente puede evitar tan desagradables experiencias quedándose dentro de las fronteras de su propio país, sin aventurarse al extranjero, salvo tal vez una visita turística a Bahréin o a Yemen, naciones que no han ratificado los tratados que sancionan la tortura. Lo que Cheney no podrá evitar, sin embargo, es la vergüenza y deshonra universal de ser contaminado por la palabra Pinochet.

 Una infamia que, desafortunadamente, también infecta al país donde Cheney nació y que ahora le da refugio y le ofrece impunidad.

Al rechazar toda investigación, y menos todavía el procesamiento, de miembros del Gobierno de Bush inculpados de crímenes contra la humanidad, los Estados Unidos le está diciendo al mundo que no obedece los pactos que ha firmado ni tampoco sus propias leyes domésticas. Está declarando que alguno de sus ciudadanos, los más influyentes entre ellos, están más allá del alcance de la ley. Y se une a un grupo de naciones delincuentes que en forma rutinaria torturan y humillan a sus prisioneros, negándoles el habeas corpus.

Es difícil exagerar cuánto daña esto a la patria de Lincoln, cuánto le desprestigia convertirse en un país que tira por la ventana miles de años de progreso en la lucha por definir lo que significa ser humano, lo que significa tener derechos por la mera circunstancia de ser humano. Un país que desprecia la Magna Carta y destruye el legado establecido por los forjadores de la Independencia norteamericana, y que además viola la Carta de las Naciones Unidas que Estados Unidos mismo ayudó a forjar después de la II Guerra Mundial cuando el clamor “nunca más” se oyó en todo el planeta malherido. Un país que aplaude el juicio a Mubarak en Egipto y deplora las cámaras de tortura de Libia y se aflige por las masacres en Siria, pero que no está dispuesto a pedirle cuentas a su propia élite.

Claro que hay una manera de contrarrestar este estigma y, de paso, determinar si Cheney, al proclamar su propia inocencia (como lo hizo Pinochet), se fundamenta en la realidad o en la mentira.

Que juzguen a Dick Cheney en su propio país. Que un jurado decida si, como él mismo ha declarado, hubiera sido inmoral “no hacer todo lo que fuera necesario” (es decir, torturar) “con tal de proteger la nación contra más ataques como los que se llevaron a cabo el 11 de septiembre del 2001”. Examinar en forma pública si aquellas “interrogaciones intensificadas” (enhanced interrogations) fueron, en efecto, imprescindibles para la seguridad de los norteamericanos o si, por el contrario, han terminado por amenazar la paz del país al degradar su prestancia ética, creando más fanáticos de la yihad dispuestos a nuevos asaltos terroristas.

Justice for all. Justicia para todos.

Las tres últimas palabras del juramento a la bandera que los escolares de la patria de Roosevelt y Obama recitan cada mañana, sus manos sobre el corazón, las palabras que repetí yo de niño en Nueva York y que me ardió como una antorcha interior a lo largo de múltiples exilios.

No dice: justicia para una persona. No dice: justicia para algunos. No dice: justicia para casi todos.

Para todos.

Esta frase tan simple expresa que no importa cuán poderoso puedas ser, si eres un tirano como Pinochet o alguien como Cheney que podría, de haberle ocurrido algo a Bush, ser presidente de los Estados Unidos, nunca jamás es posible colocarse por encima de la ley.

Todos.

Una palabra que es sinónimo de humanidad, toda ella, el primero y el último de nosotros, el que manda a millones y la víctima que aúlla en la oscuridad rogando para que el dolor cese.

Si Dick Cheney amara de veras a su país, exigiría que se convocara un Grand Jury —un grupo eminente de conciudadanos— para estimar si procede juzgarlo, desearía un mundo donde los escolares del futuro, sus propios nietos y biznietos, puedan de veras jurar que tiene que haber justica para todos.

¿O acaso no quiere que su nombre quede limpio y nunca más ni remotamente se asocie al de Pinochet, traidor y ladrón y falsario, un hombre que torturó a su propio pueblo y que solo vive y perdura en los anales infinitos de la ignominia?

Ariel Dorfman es escritor chileno y autor de Purgatorio, de próximo estreno en el Teatro Español de Madrid.

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