MARIO VARGAS LLOSA OPINA SOBRE EL ABORTO EN ESPAÑA
El nasciturus
Mario Vargas Llosa
El Congreso de los Diputados, en España, ha rechazado por un voto una ampliación de la ley del aborto que hubiera añadido, a las tres causales ya legitimadas para la interrupción del embarazo (violación, malformación del feto o peligro para la salud de la madre) un cuarto supuesto, social o psicológico, semejante al que, con excepción de Irlanda y Portugal, admiten todos los países de la Unión Europea, cuyas legislaciones, con variantes mínimas, permiten el aborto voluntario dentro de los tres primeros meses de gestación.
El resultado de la votación fue una gran victoria de la Iglesia Católica, que se movilizó en todos los frentes para impedir la aprobación de esta ley. Hubo un tremebundo documento de la Conferencia Episcopal titulado “Licencia aún más amplia para matar a los hijos” que fue leído por veinte mil párrocos durante la misa, rogativas, procesiones, mítines y lluvia de cartas y llamadas a los parlamentarios (campaña que resultó eficaz, pues cuatro de ellos, cediendo a la presión, cambiaron su voto). Muchos intelectuales católicos, encabezados por Julián Marías –para quien la aceptación social del aborto es una de las peores tragedias de este siglo–, intervinieron en el debate, reiterando la tesis vaticana según la cual el aborto es un crimen perpetrado contra un ser indefenso, y, por lo mismo, una salvajada intolerable no sólo desde el punto de vista de la fe, también de la moral, la civilización y los derechos humanos.
Está dentro de los usos de la democracia que los ciudadanos se alisten en acciones cívicas en defensa de sus convicciones, y es natural que los católicos españoles lo hayan hecho con tanta beligerancia, en un tema que afecta sus creencias de manera tan íntima. En cambio, quienes estaban a favor del cuarto supuesto –en teoría, la mitad de la ciudadanía– permanecieron callados o se manifestaron con extraordinaria timidez en el debate, trasluciendo de este modo una inconsciente incomodidad. También es natural que sea así. Ocurre que el aborto no es una acción que entusiasme ni satisfaga a nadie, empezando por las mujeres que se ven obligadas a recurrir a él. Para ellas, y para todos quienes creemos que su despenalización es justa, y que han hecho bien las democracias occidentales –del Reino Unido a Italia, de Francia a Suecia, de Alemania a Holanda, de Estados Unidos a Suiza– en reconocerlo así, se trata de un recurso extremo e ingrato, al que hay que resignarse como a un mal menor.
La falacia mayor de los argumentos antiabortistas es que se esgrimen como si el aborto no existiera y sólo fuera a existir a partir del momento en que la ley lo apruebe. Confunden despenalización con incitación o promoción del aborto y, por eso, lucen esa excelente buena conciencia de “defensores del derecho a la vida”. La realidad, sin embargo, es que el aborto existe desde tiempos inmemoriales, tanto en los países que lo admiten como en los que lo prohíben, y que va a seguir practicándose de todas maneras, con total prescindencia de que la ley lo tolere o no.
Despenalizar el aborto significa, simplemente, permitir que las mujeres que no pueden o no quieren dar a luz puedan interrumpir su embarazo dentro de ciertas condiciones elementales de seguridad y según ciertos requisitos, o lo hagan, como ocurre en todos los países del mundo que penalizan el aborto, de manera informal, precaria, riesgosa para su salud y, además, puedan ser incriminadas por ello.
Significa, también, reducir la discriminación que, de hecho, existe en este dominio. Donde está prohibido el aborto, la prohibición sólo tiene algún efecto en las mujeres pobres. Las otras, lo tienen a su alcance cuantas veces lo requieran, pagando las clínicas y los médicos privados que lo practican con la discreción debida, o viajando al extranjero. Las mujeres de escasos recursos, en cambio, se ven obligadas a recurrir a las aborteras y curanderos clandestinos, que las explotan, malogran, y a veces las matan.
Es absolutamente ocioso discutir sobre si el nasciturus, el embrión de pocas semanas, debe ser considerado un ser humano –dotado de un alma, según los creyentes– o sólo un proyecto de vida, porque no hay modo alguno de zanjar objetivamente la cuestión. Esto no es algo que puede determinar la ciencia; o, mejor dicho, los científicos sólo pueden pronunciarse en un sentido o en otro no en nombre de su ciencia, sino de sus creencias y principios, igual que los legos. Desde luego que es respetabilísima la convicción de quienes sostienen, guiados por su fe, que el nasciturus es ya un ser humano imbuido de derechos, cuya existencia debe ser respetada. Y también lo es que, coherentes con sus principios, los publiciten y traten de ganar adeptos para su causa.
Sería un atropello intolerable que, por una medida de fuerza, como ocurrió en la India de Indira Ghandi, o como ocurre todavía en China, una madre sea obligada a abortar. ¿Pero no lo es, igualmente, que sea obligada a tener los hijos que no quiere o no puede tener, en razón de creencias que no son las suyas, o que, siéndolo, impelida por las circunstancias, se ve inducida a transgredir? Esta es una delicada materia, que tiene que ver con el meollo mismo de la cultura democrática.
La clave del problema está en los derechos de la mujer, en aceptar si, entre estos derechos, figura el de decidir si quiere tener un hijo o no, o si esta decisión debe ser tomada, en vez de ella, por la autoridad política. En las democracias avanzadas, y en función del desarrollo de los movimientos feministas, se ha ido abriendo camino, no sin enormes dificultades y luego de ardorosos debates, la conciencia de que a quien corresponde decidirlo es a quien vive el problema en la entraña misma de su ser, que es, además, quien sobrelleva las consecuencias de lo que decida.
No se trata de una decisión ligera, sino difícil y a menudo traumática. Un inmenso número de mujeres se ven empujadas a abortar por ese cuarto supuesto, precisamente: unas condiciones de vida en las que traer una nueva boca al hogar significa condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una muerte en vida. Como esto es algo que sólo la propia madre puede evaluar con pleno conocimiento de causa, es coherente que sea ella quien decida. Los gobiernos pueden aconsejarla y fijarle ciertos límites –de ahí los plazos máximos para practicar el aborto, que van desde las 12 hasta las 24 semanas (en Holanda) y la obligación de un período de reflexión entre la decisión y el acto mismo–, pero no sustituirla en la trascendental elección. Esta es una política razonable que, tarde o temprano, terminará sin duda por imponerse en España y en América Latina, a medida que avance la democratización y la secularización de la sociedad (ambas son inseparables).
Ahora bien, que la despenalización del aborto sea una manera de atenuar un gravísimo problema, no significa que no puedan ser combatidas con eficacia las circunstancias que lo engendran. Una manera importantísima de hacerlo es, desde luego, mediante la educación sexual, en la escuela y en la familia, de manera que mujer alguna quede embarazada por ignorancia o por no tener a su alcance un anticonceptivo. Uno de los mayores obstáculos para la educación sexual y las políticas de control de la natalidad ha sido también la Iglesia Católica, que, hasta ahora, con algunas escasas voces discordantes en su seno, sólo acepta la prevención del embarazo mediante el llamado “método natural”, y que, en los países donde tiene gran influencia política –muchos todavía, en América Latina– combate con energía toda campaña pública encaminada a popularizar el uso de condones y píldoras anticonceptivas.
Se impone una última reflexión, a partir de lo anterior, sobre este delicado tema: las relaciones entre la Iglesia Católica y la democracia. Aquella no es una institución democrática, como no lo es, ni podría serlo, religión alguna (con la excepción del budismo, tal vez, que es una filosofía más que una religión). Las verdades que ella defiende son absolutas, pues le vienen de Dios, y la trascendencia y sus valores morales no pueden ser objeto de transacciones ni de concesiones respecto a valores y verdades opuestos. Ahora bien: mientras predique y promueva sus ideas y sus creencias lejos del poder político, en una sociedad regida por un Estado laico, en competencia con otras religiones y con un pensamiento religioso o anti-religioso, la Iglesia Católica se aviene perfectamente con el sistema democrático y le presta un gran servicio, suministrando a muchos ciudadanos esa dimensión espiritual y ese orden moral que, para un gran número de seres humanos, sólo son concebibles por mediación de la fe. Y no hay democracia sólida, estable, sin una intensa vida espiritual en su seno.
Pero si ese difícil equilibrio entre el Estado laico y la Iglesia se altera y esta impregna aquel, o, peor todavía, lo captura, la democracia está amenazada, a corto o mediano plazo, en uno de sus atributos esenciales: el pluralismo, la coexistencia en la diversidad, el derecho a la diferencia y a la disidencia.
A estas alturas de la historia, es improbable que vuelvan a erigirse los patíbulos de la Inquisición, donde se achicharraron tantos impíos enemigos de la única verdad tolerada. Pero, sin llegar, claro está, a los extremos talibanes, es seguro que la mujer retrocedería del lugar que ha conquistado en las sociedades libres a ese segundo plano, de apéndice, de hija de Eva, en que la Iglesia, institución machista si las hay, la ha tenido siempre confinada.
Mario Vargas Llosa
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