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Máximo Kinast Avilés

UN MIRISTA ARREPENTIDO

De: Red Charquican <red@charquican.cl>

Fecha: 6 de noviembre de 2009 04:05

 

Caracas. Leo en El Mercurio una larga entrevista a Antonio Sánchez García, empresario chileno que vive en Venezuela, en que intenta trasladar a Chile una especie de Chavezómetro, típico de la derecha venezolana: dime qué piensas de Hugo Chávez y te diré quien eres.

 

Antes de votar, dice la pintoresca recomendación de Sánchez, los chilenos y chilenas no deben pensar en la Constitución, ni en el cobre, el agua, la previsión, la salud, la educación, ni la guillotina de las tarjetas de crédito, sino en Chávez.

 

Ocurre que Sánchez García no es sólo un típico representante de la derecha de Venezuela, sino que es además un arrepentido. Combinación que ningún Prozac puede calmar. El tipo de persona, que se ve mucho en este país, cuyo combustible vital es la bilis que les produce Chávez, y el tipo de persona que vive justificando la voltereta política y ética que alguna vez dieron en sus vidas.

 

Pero para entender algo de este personaje, vayamos atrás en el tiempo. En los años 70 y 80 se desarrolló en Venezuela una vigorosa campaña de solidaridad con Chile, en contra de la dictadura, con la simpatía generalizada de la mayor parte de la población y del espectro político. Vivían en este país decenas de miles de chilenos, la mayoría exiliados económicos, y los comités solidarios procuraban agitar la causa del pueblo chileno para apoyar políticamente y con dinero a la solidaridad interna y la resistencia antifascista, como se llamaba entonces. Era Venezuela un país importante en la red mundial anti-Pinochet.

 

Cada año, en septiembre, se organizaban actos solidarios, que llenaban salas y teatros. En ellos se desarrolaban diversas manifestaciones artísticas de la comunidad exiliada, con la participación entusiasta de figuras públicas de los dos países. Entre los artistas chilenos que vivían aquí, destacaban el fallecido Pepe Duvauchelle -un activista militante-, su hermano Héctor, y Orietta Escámez, siempre dispuestos a todo.

 

Esos eran actos de cierta envergadura, difíciles de organizar, en los que siempre se contaba con la solidaridad: una sala que prestaba alguna institución, el sonido que prestaba otra, los locutores, artistas, iluminadores, creativos, todo gratis.

 

Hubo artistas venezolanos de fama que aceptaron integrarse. De todos, el legendario Alí Primera, una especie de Víctor Jara venezolano, era el más entusiasta. A Alí no había que buscarlo, él venía solo, sencillo y dispuesto, sin jamás poner condición alguna. Como él, también participaban celebridades como Lilia Vera, Cecilia Todd y Jesús Sevillano, que atraían numeroso público que asi se sensibilizaba con el problemón humanitario que había en Chile.

 

Pero había otros que no participaron jamás. Uno de ellos, entre los chilenos, era el actor Julio Jung, el mismo que ahora hace avisos elogiando la honradez y competencia de las AFP. Y entre los criollos estaba Soledad Bravo, en aquella época un ícono de la canción social venezolana, asidua invitada a festivales en Cuba, amiguísima de Silvio y Pablo. Ella, que llenaba estadios cantándole a la revolución, no cantaba gratis contra Pinochet. Y Soledad Bravo estaba -y aun está- casada con su representante, un chileno, un empresario que tenía una firma de eventos: Antonio Sánchez García.

 

Un chileno de izquierda, según se decía, que no sólo no participaba junto a su famosa cónyuge-cliente, sino que nunca facilitó los preciosos equipos de sonido que él poseía y que eran esenciales para organizar aquellos actos realizados con las uñas, pero con rigor profesional. Nunca ayudó en nada pero se las arregló, como él mismo dice, para estar en la primera fila en las celebraciones del fin de la dictadura.

 

Todo esto me vino súbitamente a la memoria leyendo que Sánchez García aconseja a la población chilena votar por Sebastián Piñera. Él, Sánchez García, el mirista arrepentido, quiere lo mismo para Chile que para Venezuela: que se privatice todo lo que queda por privatizar, que se abran las arcas que aun no están abiertas, que el aparato estatal se llene de funcionarios leales al Opus Dei y al orden imperial.

 

Como muchos antiguos izquierdistas venezolanos y chilenos, no soporta este aguerrido ex revolucionario que le hayan arrebatado la bandera y alguien insospechado -Chávez- haya puesto en práctica lo que ellos predicaban desde las cátedras, las becas y los bares: la utópica justicia social. Que el pueblo se apropie de los espacios, que gente de piel obscura y bien alimentada se sienta dueña del país, que lleven sus modales toscos a los restaurantes y cafés y museos. Para él, para su clase, lo doloroso es que el caudal del ingreso petrolero, nada menos que 47 por ciento del presupuesto fiscal, se invierta en salud, educación, previsión y alimentación. Para ellos es puro populismo que en Venezuela se hayan alcanzado las 2.700 calorías promedio de ingesta diaria de alimentos.

 

Es verdad que antes Caracas era bastante más vivible. Era más fácil encontrarse en un civilizado café en el bulevar de Sabana Grande, a la salida de la Universidad, y luego cenar en restaurant italiano en la avenida Francisco Solano, y más tarde saborear un whisky añoso en algún bar de moda, y comentar allí las profundas injusticias sociales, la corrupción del gobierno, el modelo de cambio revolucionario, las reformas necesarias, la organización del pueblo, mi próximo libro, la beca para el postgrado en California. Era fácil hacer todo eso, con el pueblo arrinconado allá lejos en los cerros, esperando su salvación.

 

Asi como ahora es fácil denunciar la ineficiencia, la corrupción, la incompetencia y los abusos del chavismo.

 

Lo que definitivamente no es fácil, es organizar centenares de centros de salud gratuitos en cada rincón del país -este martes se inauguró el Centro Integral número 500-, vacunar, dar escuela y alimentación diaria a todos los niños, darle poder real a las comunidades, editar millones de libros, establecer cinematecas en cada capital provincial, garantizar alimentos para todos, convertir a Venezuela en el país menos desigual de América Latina, organizar la solidaridad continental, el desarrollo independiente, el antiimperialismo. Todo eso con sabotajes, conspiraciones, y una inmensa campaña mundial en contra.

 

Tal vez, si Sánchez García no estuviera tan ocupado organizando la contrarrevolución en Venezuela y ayudando a la extrema derecha en Chile,  podría aportar con sus conocimientos empresariales y teóricos a que este proceso sea perfecto, porque definitivamente no lo es. Mientras tanto eso ocurra, las cosas se tienen que hacer con los imperfectos que estamos aquí, no hay más remedio. Los genios, que por favor deslicen sus buenas ideas por debajo de la puerta.

Alejandro Kirk

 

 

 

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