BOLIVIA: DESPEDIDA A LAS BRIGADAS INTERNACIONALES
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Queridas y queridos amigos. Queridos, queridas brigadistas:
Permitidme que lea estas palabras, mejor que decirlas de memoria, pues mis dotes de orador están muy mermadas y aquélla nunca ha gozado de la consistencia de los elefantes o de los historiadores eruditos, y ni quiero olvidarme de cosas que me gustaría compartir con todos vosotros, ni mucho menos dejarme en la canasta nombres de brigadistas o de compañeros y amigos que tan generosa, acogedora y espléndidamente han estado en todo momento con nosotros.
A todos ustedes, a todas y a todos vosotros van dirigidas y dedicadas estas palabras que no desean sino expresar un testimonio de gratitud, de reconocimiento y de cariño sincero.
Pues el lenguaje, en este caso, la lengua castellana, no siempre es capaz de expresar fielmente nuestros sentimientos, nuestras más profundas emociones, aunque se trate de una lengua rica en léxico, en gramática, acaso por ser lengua de Imperio, lengua impuesta a sangre y fuego en estos lares, con la cruz y la espada, lengua más cercana a la razón fría que a las cálidas pasiones. Y bien pudiera ser cosa del propio hablante, cuya falta de dominio de su propia lengua materna habría de ser sin duda imperdonable. Sin conocerlas, estoy persuadido en la suposición de que otras lenguas, lenguas prehispánicas, tales como el quechua, el guaraní, el aymará y tantas otras lenguas originarias de estas tierras, sean verdaderas lenguas de sentido, tal vez por tratarse de idiomas que durante los siglos previos a la llegada de los invasores hispanos han convivido muy estrechamente con la Pacha Mama y saben de los profundos sentimientos que inspira en el corazón de los hombres y de las mujeres que la habitan, en los corazones de sus hijos; sentimientos que enriquecen, no nos cabe ninguna duda, estas lenguas ancestrales, a su vez recogidos y resguardados al abrigo de su sintaxis más profunda.
Y sin embargo, debo someterme a los cauces estrechos de mi lengua, o de mis propias limitaciones, lengua empero que, sin pretenderlo los conquistadores, pues muy otros eran sus afanes y codicias, nos sirve el día de hoy para comunicarnos y entendernos bien todos nosotros, lo que no es poca virtud.
Cuando apenas tres meses atrás unos pocos nos propusimos organizar estas brigadas, y no dudé en decírselo a mi gran amigo Mario Urquiola, quien se entusiasmó de inmediato con la idea, “al tiro”, como dicen en Chile, tanto Mario, como los demás compañeros y yo mismo, intuíamos, sabíamos en verdad que iba a ser una experiencia única, inolvidable, fecunda, emocionante, increíble, maravillosa. El lenguaje, me consta esta vez, no contiene los suficientes ni los adecuados epítetos para expresar los sentimientos profundos que nos embargan tras haber vivido esta experiencia indescriptible. Volvemos a casa, como el Ulises de la Itaca de Kavafis, plenos de aventuras, plenos de conocimientos.
Conocimientos, aventuras, experiencia de compartir, experiencia de solidaridad, experiencia de hermanamiento, experiencia de camaradería, experiencia de revolución.
Regresamos con el corazón rebosante de afectos y de gratitudes. Regresamos con el alma tranquila, la mirada serena, la piel limpia; los ojos brillantes de la emoción que nos causa el cariño de tantas y de tantos amigos, hermanos y hermanas bolivianas que han compartido con nosotros este quehacer fecundo.
Porque venimos de mundos en los cuales el miedo al otro forma parte del imaginario colectivo. Mundos de fronteras, mundos de barreras, mundos de abismos para no fundirnos, para no con-fundirnos con el otro, para desconocer e ignorar al otro, para anularlo y vilipendiarlo, para invisibilizarlo al tiempo que nos volvemos invisibles para el otro. Levantamos muros y fronteras para “protegernos” del otro; para “protegernos” de nosotros: tenemos miedo de los otros porque nos damos miedo a nosotros mismos. “Hicimos de nosotros una especie de espejos vueltos hacia dentro”, clamaron los personajes de la novela “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago, cuando al fin se percataron de su ciega enajenación que les impedía ver, mirar, observar, contemplar a sus semejantes.
Llegamos a Bolivia para mirar y para ser mirados. Porque Bolivia es ahora el paradigma de la mirada abierta y transparente. En Bolivia nos miramos unos a otros, el criollo al indígena, éste al mestizo, el mestizo al blanco, el blanco al indígena… Nosotros, que venimos de mundos sin miradas donde habitamos seres invisibles, gozamos de este espectáculo poliédrico de la mirada que es acercamiento, que es encuentro, que es acogimiento. Mirándonos, nos encontramos y nos hablamos. Surgen las palabras. Palabras plenas que expresan el calor de la mirada sincera, el color del lenguaje directo de quien nos habla; palabras profundas, palabras infinitas.
Pues ¿no es acaso otra la esencia de nuestro quehacer cotidiano y acá solidario que la palabra, el lenguaje? ¿Y la biblioteca, el archivo, lugares por excelencia de su conservación y de su difusión? La palabra oral y la palabra escrita; ésta, a través del acto que la hace materia y la deviene en sentido: la lectura; aquélla, mediante el sonido mágico de la voz que la forja en habla.
Oralidad y escritura. Oralidad y lectura. En la biblioteca, el tiempo se detiene y nos invita a leer en un acto tranquilo y lento, en un acto de reflexión y de diálogo, que es justamente lo más adverso al desenfreno de nuestros mundos competitivos. Sus estantes están repletos de reflexiones, ideas, pensamientos y creaciones artísticas que nos interpelan y nos reclaman. Cuando leemos, estamos pensando y dialogando con el autor y con nosotros mismos. No hay diálogo más fructífero que aquel que entablamos con los moradores de las bibliotecas. “Leemos para saber que no estamos solos”, escribió el novelista Charles Lewis. Pocas veces encontramos respuestas a nuestros interrogantes, pero casi siempre hallamos nuevas preguntas. El autor nos interpela y nos hace interpelarnos a nosotros mismos. Leer es un encuentro con nosotros y con el otro.
Leyendo aprendemos que el presente no es lo único que existe entre nosotros, que las cosas están hechas también de historia, de pasado, de memoria. Aprendemos que otros hombres y mujeres que nos precedieron y que ya no están aquí con nosotros, tuvieron también inquietudes, algunas tal vez muy similares, cometieron parecidos o los mismos errores, tuvieron tantas dudas como nosotros, amaron y sintieron y sufrieron igual. Y que todo ello ha dejado su huella indeleble en el lenguaje. Pues no es otra sino la palabra nuestra verdadera historia. Nuestra verdadera evolución, no la tecnológica.
Leer nos ayuda a conocer quiénes somos. También a sobrevivir. Leer nos hace más humanos, nos permite desembocar siempre en el otro. Allí, a la vuelta de cada página, diría Walt Whitman, hállase agazapado el hombre.
“Después de la palabra oral, nos dice Fernando Savater, la voz escrita es el más potente tónico que se ha inventado para el crecimiento intelectual”. Leer es para Savater un esbozo de pensamiento, una actividad plenamente intelectual, mucho más que ver imágenes.
La palabra en la biblioteca y en el archivo recobra expresión de vida, allí se funde y se hermana con otras palabras de cualquier procedencia y origen para engrandecerse, para fecundarse, para crecer y vivificarse. Palabras identitarias, palabras de diversidad que conforman bibliodiversidades, palabras de heterogeneidad, palabras quechuas, palabras guaraníes, palabras que revitalizan al individuo y a la comunidad, se retroalimentan en el pasado y ayudan a forjar un futuro de dignidad; palabras que son pasado y por ello son también futuro y son presente, esas palabras que expresan cosmovisiones de significación universal, cosmovisiones que son identidades en diálogo perpetuo con el otro, con sus tradiciones y sus cosmovisiones otras.
Bibliotecas, archivos, que son las “casas para el cuidado del alma” en el Antiguo Egipto, o “conservatorios del sentido” para la antropóloga Michel Pétit, donde puede hallarse buena parte de la experiencia humana, estéticamente transcrita por escritores, cuando no transmitida por vía oral, que condensa el pensamiento para relanzárnoslo, a la vez que ensancha y ordena, tanto el mundo que nos rodea, como el de otras culturas, lenguas e identidades, así como también “las regiones interiores que nos conforman”.
Lenguas que llegan del pasado para quedarse entre nosotros, lenguas orales cuyas voces han volado en el viento y pronunciado sus palabras verdaderas, interpelándonos con sus saberes, con sus visiones otras, con su expresión multicolor de culturas, ese caleidoscopio fascinante y seductor que colma de voces polifónicas los confines de un mundo tan a menudo poseído por el silencio o por el olvido.
Voces, expresiones, significados, palabras, mezcla de lenguas diversas, cruce de caminos donde se entrelazan los oyentes con los hablantes, éstos con los lectores, aquéllos y estos otros con los autores. Cruces, lazos, relaciones, encuentros, que se producen sobre todo y principalmente en la biblioteca, convertida en espacio de común encuentro, en punto de reunión, antítesis justamente de esos “cementerios semánticos” que al decir del gran novelista Juan Goytisolo se han transformado las sociedades opulentas de Occidente, cementerios de la palabra, cementerios del sentido, cementerios de la mirada. La biblioteca permanece aún como una isla en mitad de esa necrópolis de la idea y a través de ella accedemos a ese mundo plural conformado por el paisaje de la diversidad de culturas múltiples y heterogéneas donde la lengua se funde, se da a conocer, se transforma, crece, se multiplica. Donde la lengua es expresión de pensamientos vivos y fecundos y la biblioteca “el resumen, el espejo del universo”, en palabras de Alberto Manguel, y su catálogo, un espejo del resumen, un espejo del espejo donde se reflejan imágenes infinitas, imágenes que conforman pluridiversidades, biodiversidades, bibliodiversidades del universo todo y de quienes lo habitamos.
Bolivia, espejo de ese universo, imagen verdadera y verosímil de infinitas diversidades plurales y fecundas, se muestra ante nosotros con la generosidad y la plenitud de quien se sabe hacedora de palabras, forjadora de cantos, creadora de identidades originarias, de cosmovisiones universales que nos alumbran con las luces de ese otro mundo nuevo.
¿Por qué íbamos entonces a renunciar a su llamado? Su llamado nos interpela, nos reclama y nos ennoblece, nos hace suyos, nos hace ser: nos hace ser en nosotros y ser en el otro. Bolivia nos hace ser en ella, que es ser en su pueblo, ser en su revolución. Bolivia nos ha hecho ser en la alteridad.
Queridos amigos, queridas y queridos hermanos: aquí estamos. Somos nosotros. Somos vosotros.
Julia, Mª Antonieta, Mario, Verónica, Manolo, Daniela, Miguel, Natalia, Damián, Myriam, Carolina, Cecilia, Manuel, Mariano, Carolina, Camilo, John Henry, Óscar, Gina, Ludmila, Fernando, Luis, “Huracán” Édgar, Liz, Carola y todos los compañeros de la Comibol, Betty, Ítala y los queridos amigos colchalas, Fernando, Daniel y los buenos amigos de Oruro, Eleana, Humberto y todos los compañeros y amigos de la universidad… Grandes, bellas, hermosas gentes, nombres no anónimos de chilenos, argentinos, bolivianos, colombianos, internacionalistas, solidarios, brigadistas, amigos, camaradas, hermanos.
Bolivia nos engrandece, nos enorgullece, Bolivia nos dignifica, Bolivia nos humaniza, Bolivia nos hermana. Bolivia somos todos.
¡¡HASTA SIEMPRE
HERMANOS
PARA SIEMPRE!!
Javier Gimeno
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