IMPUNIDAD A LA CHILENA
LAS CRÓNICAS DE RAFAEL LUIS GUMUCIO RIVAS
La famosa democracia de los acuerdos siempre ha terminado favoreciendo a la derecha: la Ley General de Educación, celebrada en la ridícula ceremonia en que todos se presentaban tomados de la mano, no puede ser más perjudicial al gobierno de Michelle Bachelet; hay que ser muy ingenuo para creer que una ley marco puede ser aceptada cuando a ella se oponen todos los componentes de la comunidad educativa –profesores, estudiantes, padres y apoderados- lo único que salva para la derecha esta Ley es la continuidad de la educación como un negocio.
Para imponerla ha sido necesaria la represión, por un lado usando las urgencias para evitar el debate en la Cámara de Diputados y, por otro, la expulsión de María Música Sepúlveda por parte de los profesores del Liceo Darío Salas –tal vez estará dando vueltas en su tumba este prestigioso educador, padre de la Ley de Educación Primaria Obligatoria y Gratuita- nada más antipedagógico que el procedimiento empleado por los directivos y profesores del plantel, que tienen más de gendarme, que de educadores.
En este tobogán de torpes acuerdos con la Alianza, el gobierno propuso al Senado al juez Alfredo Pfaiffer como miembro de la Corte Suprema. El ministro Pfaiffer se ha manifestado siempre a favor de aplicar la ley de amnistía, incluso antes de investigar los casos de derechos humanos; por lo demás, se excluyó de tratar el caso de Jaime Guzmán manifestando animadversión a los acusados miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. En entrevistas a la Prensa, ha declarado sus dudas sobre los crímenes cometidos por los nazis contra los judíos. En resumen, es un pinochetista de tomo y lomo y no lo disimula.
Jamás he creído en el apolicitismo de la judistadura y, muchos menos, en la independencia de los demás poderes del Estado; los jueces no son ángeles y pertenecen a una sociedad determinada y tienen posiciones ideológicas y políticas. Con razón, el columnista de El Mercurio Carlos Peña, condena este reparto de cargos, uno para el gobierno y otro para la oposición, un perfecto empate a la chilena.
En la historia constitucional de Chile, el Poder Judicial ha estado siempre supeditado al Ejecutivo: así se plantea en la Constitución de 1833, en la de 1925 y en la de 1980 –siempre está bajo la jurisdicción del Ejecutivo en el nombramiento de sus integrantes y de su funcionamiento- posteriormente, se le agregó la participación del Legislativo, a través del Senado que, según el constituyente de 1925 posee facultades judiciales, como actual como jurado en el caso de las acusaciones constitucionales y participar en el nombramiento de los ministros de la Corte Suprema.
En la República Parlamentaria, (1891-1925), se prorrateaban entre los partidos políticos los cargos de la administración pública, la educación y el poder judicial: la primera correspondía a los liberales, la segunda a los radicales y la tercera a los liberales balmacedistas; sólo hay un caso en la historia de Chile en el cual el presidente de la Corte Suprema, Javier Ángel Figueroa, se opuso a las pretensiones dictatoriales del entonces ministro del Interior, Carlos Ibáñez del Campo –posteriormente dictador- demás está decir que duró muy poco en su cargo, a pesar de ser hermano del presidente de la república, Emiliano Figueroa. Es cierto que se concedieron algunos recursos de amparo a favor de los desterrados, sin embargo, todos estos fueron inaplicables, pues ya se encontraban fuera del país.
En el gobierno de Salvador Allende el acuerdo de la Corte Suprema sirvió para justificar el golpe militar de 1973: Posteriormente, la Corte se transformó en un testaferro de la dictadura negando la mayor parte de los recursos de amparo, que hubieran salvado muchas vidas. El ministro Hugo Rosende nombró, a su amaño, a todos los ministros de de la Corte Suprema, cuya única condición era ser pinochetista convencido. A diferencia de la Corte de Pétain, en Francia, en Chile los supremos de la época de Pinochet jamás han sido juzgados y, ni siquiera, han pedido perdón.
En muchos artículos anteriores he criticado la actuación política de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, sigo creyendo que dilapidó el 58% de los sufragios obtenidos en la elección presidencial: hizo un gobierno opaco y tecnocrático, en que dejó de lado los casos de derechos humanos, incluso, nunca recibió a los familiares de los detenidos desaparecidos; con su ministro del Interior, José Miguel Inzulsa, salvó al dictador y ladrón, Augusto Pinochet, de terminar sus días en una cárcel española, como bien lo merecía, sosteniendo el absurdo argumento de que la justicia chilena lo condenaría por sus múltiples crímenes de lesa humanidad y peculados.
Al parecer, Eduardo Frei está bastante cambiado –es como para creer en la reencarnación o en las segundas oportunidades, que siempre han sido desastrosas para nuestros presidentes: baste recordar los casos de Arturo Alessandri y de Carlos Ibáñez-. El nuevo Eduardo Frei Ruiz-Tagle es un estadista, que expresa ideas del sentido común, un lenguaje bastante popular y oratoria rural, pero que en el último tiempo está atinando bastante bien, por ejemplo, el proponer la estatización del transporte, hoy en manos de los bancos; también son acertadas algunas ideas sobre la diversificación de la matriz energética, además de dejar bastante mal puesta a su rival de partido, Soledad Alvear, al presentarla como egoísta, a raíz del rechazo del pacto por omisión con el Partido Comunista, en la comuna de Estación Central.
Donde mejor ha lucido su oratoria el padre conscripto Eduardo Frei fue en el rechazo a la candidatura a la Corte Suprema del ministro Alfredo Pfeiffer: con palabras sencillas y contundentes logró arrastrar a los senadores socialistas , que estaban bastante perdidos por estos extraños acuerdos de la presidenta Michelle Bachelet y los marcados errores del ministro de Justicia, Carlos Maldonado.
Es muy difícil para los legos entender el lenguaje de los políticos de gobierno cuando pactan con la derecha, pues sería equivalente a hacer un análisis de las largas peroratas del actor Cantinflas. Ahora resulta que Eduardo Frei y Soledad Alvear sostienen que nunca han participado del tal bendito acuerdo y que por esta razón pudieron votar libremente en contra de la propuesta de la Presidenta. De Escalona, no se sabe si firmó o no firmó este desaguisado , el hecho es que la mayoría de los senadores socialistas cambiaron su voto al escuchar los brillantes razonamientos del ex presidente de la república. No en vano, Chile sigue siendo una oligarquía familiar y podemos exclamar, en este caso, ¡Ave Eduardo! Mientras persistan estos torpes acuerdos, seguirá ganando la derecha y perdiendo prestigio la Concertación, que más que nunca necesita el apoyo popular para no morir.
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