MUJERCITAS
Jorge Bruce - Perú21
En 1992 Raida Cóndor se persignaba al pasar delante del Congreso: creía que era una iglesia. Nunca había entrado a una comisaría, no conocía las fiscalías, lo ignoraba todo acerca del Poder Judicial. Entonces Montesinos, en represalia por el atentado de Tarata, ordenó al grupo Colina que secuestrara, asesinara y despareciera a un grupo de estudiantes y un profesor de la universidad Enrique Guzmán y Valle, entre los cuáles su hijo, Armando Amaro.
A la matanza senderista en Miraflores se respondió con la masacre de inocentes en La Cantuta. Fujimori avaló esta barbarie condecorando y amnistiando a los perpetradores. Desde esa fecha, doña Raida, junto con Gisela Ortiz, hermana de Quique, cuyos restos acaban de ser enterrados en el cementerio del Ángel, y otros familiares de las víctimas, emprendieron una lucha improbable para saber lo que había ocurrido con sus seres queridos, luego exigir justicia. En la presentación del libro “Podrán matar las flores, pero nunca las cantutas”, editado por Aprodeh y Redinfa, dos ONG que las apoyaron con una estrategia psicojurídica impecable, comenté que si hubieran corrido apuestas, quien lo hiciera por los familiares hoy sería millonario.
Se enfrentaban al poder más corrupto y criminal de la Historia del Perú. Raida, Gisela, Antonia, Bertha y las demás, en su mayoría mujeres, contra Fujimori, Montesinos, Hermoza Ríos, Martin Rivas y el escuadrón Colina, más la organización mafiosa que controlaba el Poder Judicial, las FFAA y la mayoría de medios de comunicación. Al principio las ignoraron, luego les mintieron, amenazaron y hasta estafaron. Los medios no les daban espacio y, más bien, las desacreditaban, afirmando que los victimados eran terroristas y seguramente ellas también.
Lo extraordinario de este relato es que la justicia venció a la impunidad. Los derechos humanos al abuso y la prepotencia. El amor al odio. La vida a la muerte. Unas mujeres ubicadas en lo más bajo de la pirámide social de un país tan desigual, prevalecieron y están a punto de lograr su objetivo no de venganza, sino de justicia: que Fujimori sea condenado por el acto de maldad reiterada que consistió en ordenar, encubrir y premiar a los asesinos, añadiendo más dolor y daño a los ya causados.
Gracias a su tenacidad, resiliencia, amor y coraje, estamos viendo lo impensable: los responsables están presos y en proceso, incluyendo a los dos cabecillas. Raida ha estado en Panamá luchando para que Montesinos no se asilara, en Costa Rica testimoniando ante la CIDH, en Chile para conseguir la extradición de Fujimori. Gisela es hoy una líder internacionalmente reconocida y, a mi entender, una escritora que ha sabido encontrar las palabras justas para contar cómo el dolor se puede transformar en fuerza y creatividad, a pesar del trauma devastador.
El caso La Cantuta es el más emblemático en la batalla por una patria más democrática y respetuosa de los derechos y la ley. La justicia que han conquistado con sus lágrimas y esfuerzo, es para todos. Gracias a ellas el Perú es un mejor lugar para vivir. En vez de condecorar a tanto funcionario que se limita a hacer su trabajo –no hablemos de los asesinos-, a quien le debemos reconocimiento es a estas mujeres que con su epopeya se han convertido en nuestras Antígonas, esa heroína de la tragedia clásica que se enfrenta al Estado para sepultar a su hermano. Lo dijo Gisela Ortiz: con esos restos se entierra la impunidad. Si bien no olvidó recordar las miles de víctimas que continúan aguardando justicia, ahora lo pueden hacer con más esperanza.
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