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Máximo Kinast Avilés

EL SUELO QUE PISAMOS

Por Ismael Clark Arxer*
 
¡Bien pudiera faltarnos a la vuelta de no mucho tiempo! En efecto, la degradación que experimentan los suelos del mundo, bajo la acción de un conjunto de factores, se viene incrementando de manera alarmante. Basta tomar en cuenta unas pocas cifras. La superficie total de la tierra del planeta es de algo más de 140 millones de kilómetros cuadrados. Casi una sexta parte de esa extensión, unas dos mil millones de hectáreas, se han degradado a causa de actividades humanas.

Para tener una idea de lo que esa cifra representa, sepamos que la misma supera a la suma en extensión superficial de Estados Unidos y México. Lo que confiere al asunto su máxima seriedad es que no se trata ni mucho menos de un proceso pretérito, actualmente superado, o al menos en vías de control. Por el contrario, estudios que datan de la década anterior denunciaban que, en las condiciones prevalecientes, se puede considerar como inevitable la pérdida sistemática de unas seis millones de hectáreas anuales. Las causas de este desconcertante proceso son múltiples, pero una de ellas supera con mucho a las demás y es al mismo tiempo la de mayores posibilidades de control, pues se trata precisamente de la actividad humana.

Como se sabe, un momento trascendental en la historia del hombre sobre la Tierra fue el paso del nomadismo de cazadores y recolectores a la creación de asentamientos más o menos estables, antecesores remotos de nuestros actuales centros urbanos. El factor que posibilitó tal proceso fue la maduración del conocimiento empírico acumulado para cultivar plantas que resultaban de interés para nuestros predecesores por diversos motivos, pero en lo esencial como fuente estable de alimentación.

La consecuencia indeseable de esa innegable conquista del conocimiento humano, ocurrida hace apenas unos 10 mil años (cifra insignificante frente a los tres mil quinientos millones de años transcurridos desde la aparición en el planeta de las primitivas bacterias) es que se calcula que los suelos del mundo han perdido desde entonces, unos ¡23,5 millones de toneladas de humus por año! Produce aún más alarma el hecho de que este promedio (como casi todos) puede resultar gravemente engañoso y conducir a falsas conclusiones.

En los últimos 300 años, el volumen de las pérdidas anuales fue del orden de los 300 millones de toneladas, más de 10 veces superior al promedio acumulado. Y, lo que es aún peor, se ha estimado que en el último medio siglo el monto de la pérdida material de suelos alcanzó la casi inverosímil cifra de 760 millones de toneladas por año.

De manera paradójica puede apreciarse, al considerar el período al que corresponden, que estas devastadoras pérdidas de suelos han tenido lugar de manera paralela a un incesante, casi vertiginoso, crecimiento en el conocimiento humano acerca de estos procesos. En los últimos años, la Convención de Naciones Unidas para el Combate a la Desertificación ha señalado como causas de dicho proceso a factores climáticos y ecológicos, así como a la pobreza, las formas de gobierno y otros factores.

Conviene recordar que, de acuerdo con la definición recogida en ese propio instrumento internacional, por desertificación se entiende a la degradación de la tierra -bien sea en áreas áridas, semiáridas o subhúmedas secas- que resulta de la acción de varios factores, entre los que se incluyen las actividades humanas y la variación del clima.

En la raíz misma de este problema se encuentra la inevitable pugna de la especie humana por la subsistencia. En la actualidad, muchas fuentes científicas coinciden en afirmar que, a partir de la década de los 70 del pasado siglo, la fuerza principal conducente a la presión sobre los recursos de tierras ha sido la creciente producción de alimentos.

El problema está muy lejos de haberse atenuado sino que, por el contrario, tiende a agravarse. A comienzos del presente siglo, en 2002, se necesitaron alimentos para unas dos mil 220 millones de personas más que en 1972. Un factor adicional de complicación es que la tendencia que se mantuvo durante el decenio de 1985 a 1995 demostró que el crecimiento demográfico aventajó a la producción de alimentos en muchas partes del mundo.

Al igual que en varios otros temas de la contemporaneidad mundial, aquí aflora con todo dramatismo la cuestión de si es posible salir de este atolladero, o hemos de permanecer impasibles ante la perspectiva de una virtual extinción de la especie, en este caso por falta de medios indispensable para la subsistencia.

Como sucede también con otros asuntos conflictivos, hay quienes culpan ante todo a los pobres de la situación prevaleciente: se alega -no sin cierto fundamento- que entre las principales causas de la desertificación se encuentra la presión que ejercen sobre las tierras agrícolas los sectores poblacionales más empobrecidos. A ellos con bastante facilidad se puede responsabilizar con prácticas agrícolas lesivas a los suelos, tales como el pastoreo excesivo, la deforestación "incontrolada" y otros procedimientos agrícolas "insostenibles".

El fariseísmo de estas denuncias salta a la vista si se compara la cuantía relativa de los "daños" a la tierra cultivable producidos por los pobres con la acción de los mayores culpables. De hecho se pretende ignorar el efecto de las "leyes del mercado" y en general las prácticas económicas que resultan en precios bajos para la materia agrícola y pecuaria del Sur.

También se desestiman las consecuencias de las presiones externas tales como la deuda, las que inducen en países pobres no pocas prácticas perjudiciales en la utilización de tierras con el fin de obtener recursos financieros. El asunto necesita ser examinado desde posiciones más transparentes, y con mayor compromiso hacia las necesidades de todos los seres humanos. Por ejemplo, ¡la actual producción de granos a nivel mundial alcanzaría -numéricamente- para alimentar a toda la población del planeta! Pero ¡ojo!, no cabe abrigar ilusiones precipitadas sin mirar primero a realidades que pueden parecer desconcertantes. El 60 por ciento de todos los granos producidos en los Estados Unidos (el mayor productor mundial de este renglón) se dedican a la alimentación animal, lo que explica el alto consumo per cápita de cárnicos en esa sociedad.

Si alguien concibiera el sueño de extender ese nivel y forma de consumo a todos los habitantes del Mundo, dicho imaginario ejercicio implicaría dedicar al pastoreo todo el planeta y, con toda probabilidad, desocupar también los mares para dedicarlos a esa producción. En realidad, la repartición simple del alimento que se produce en el Mundo no es viable dentro de la actual estructura de la producción mundial y lo mismo podría decirse con relación al consumo energético o de productos manufacturados.

Si todos los habitantes del planeta estuviesen consumiendo energía fósil al mismo nivel de los ciudadanos norteamericanos, la Tierra ya hubiese perecido de asfixia. Algo similar se puede decir con relación a los desechos tóxicos. Ante la magnitud del dilema y de lo intrincado de las posibles salidas, cabe recordar al singular pensador que fue Alberto Einstein, padre de toda una etapa de la ciencia contemporánea. El mismo afirmó, en un concienzudo artículo publicado en 1948, que "la tragedia del hombre moderno estriba en el hecho de que ha creado para sí mismo condiciones de existencia que están por encima de las capacidades que le vienen dadas por su historia filogenética."

En palabras más contemporáneas, y guardando el debido respeto a tan genial anticipación, cabría decir que las habilidades tecnológicas desarrolladas por la humanidad, sobre la base de un cada vez mayor y más profundo conocimiento de la naturaleza, han creado de manera paradójica la base técnica y material para estilos de vida y de consumo que no son sostenibles en manera alguna.

Coincido con quienes afirman que, en las circunstancias relatadas, se requiere con urgencia construir un fundamento científico robusto para el desarrollo a partir del concepto de los "límites seguros", esto es, que sean compatibles con la continuidad de los procesos de la vida en la tierra. Se trata de mostrar cómo hacerlo sobre bases científicas de manera sistemática y de elaborar conceptos alternativos para guiar las acciones humanas en una transición hacia la sostenibilidad.

En su mensaje a la Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente de 1992, el presidente cubano, Fidel Castro, sintetizó en apretadas frases lo que considero ideas esenciales que conservan hoy en día una plena y urgente vigencia, que citaré parcialmente:

"Si se quiere salvar a la Humanidad… hay que distribuir mejor las riquezas y las tecnologías disponibles…. Menos lujo y menos despilfarro en unos pocos países para que haya menos pobreza y menos hambre en parte de la Tierra. No más transferencias al tercer mundo de estilos de vida y hábitos de consumo que arruinan el medio ambiente. ……..Aplíquese un orden económico internacional justo. Utilícese toda la ciencia necesaria para el desarrollo sostenible sin contaminación. Páguese la deuda ecológica y no la deuda externa. Desaparezca el hambre y no el hombre. "

Abrigo la convicción de que, si eso hacemos, seremos capaces de conservar el suelo que pisamos.

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Enviado por Patty Ardilla Parga 

* Ismael Clark Arxer nació en La Habana, el 16 de mayo de 1944.
• Es graduado de Doctor en Medicina de la Universidad de La Habana en 1967 y especialista en Bioquímica Clínica en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, donde estudió y laboró hasta 1976.
• Recibió entrenamiento especializado el Instituto de Química Fisiológica de la Universidad Friedrich Schiller en Jena, R.D.A. en 1975.
• Desde 1977 ha estado vinculado a la Academia de Ciencias de Cuba, institución en la que se desempeñó sucesivamente como Secretario Científico General, Vicepresidente para las Ciencias Biológicas y Vicepresidente Primero.
• Al organizarse en el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente fue designado su Viceministro Primero. A partir de 1996, al reorganizarse la Academia de Ciencias, se desempeña como Presidente de la misma.
• Ha representado a Cuba en numerosos foros internacionales relacionados con la Ciencia, la Tecnología y el Medio Ambiente. Miembro de las Academias de Ciencias del Caribe y de República Dominicana.
• Profesor Titular Adjunto de la Facultad de Biología de la Universidad de la Habana y del Instituto Superior de Tecnologías y Ciencias Aplicadas. Entre 1996 y 1998 presidió el Comité para la Cooperación en Educación, Ciencia, Salud y Cultura de la Asociación de Estados del Caribe (AEC). Preside la Sociedad de Amistad entre Cuba y la República de la India.
• De 2000 al 2005 actuó como Secretario de la Comunidad Científica del Caribe, que agrupa a las Academias y entidades homólogas de la región del Gran Caribe. Actualmente forma parte, en representación de la ACC, del Comité Ejecutivo del Panel Interacademias para Asuntos Internacionales, el cual agrupa a más de 90 academias de ciencias de todo el Mundo.
• Es Miembro de Honor de la Sociedad Cubana de Epidemiología y se le otorgó la Legión de Honor de México en 2004.
• Ha impartido conferencias y participado en debates especializados en Venezuela, España, República Dominicana, Colombia, México, Jamaica y Trinidad-Tobago, especialmente en los aspectos de la cooperación científico-técnica, los vínculos entre ciencia, cultura y sostenibilidad ambiental y los problemas éticos asociados a estos grandes temas.
• Sus trabajos de los últimos doce años en estos temas forman parte de varios libros editados en México, Venezuela, España y Trinidad

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