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Máximo Kinast Avilés

LOS DERECHOS SECUESTRADOS

*Luis Casado es uno de los últimos allendistas que quedan por el mundo. De obrero ha llegado a ser un consultor internacional de gran prestigio. Escribe como lo harían los dioses si existiesen. Es socialista, en la onda consecuente con la verdad, con la justicia y sobre todo, con el pueblo, o sea en la misma onda que el Compañero Presidente Dr. Salvador Allende. Lastima que van quedando tan pocos.
Amable lector o lectora, te sugiero copiar y divulgar sus articulos para desenmascarar al fraudulento inquilino de La Moneda (Ricardo Lagos), que quiere hacerse pasar por 'abridor de alamedas' y lo único que abre es el mercado de Chile a los explotadores de siempre.
Fraternalmente
Maximo

LOS DERECHOS SECUESTRADOS
Por Luis Casado*

La digna viuda de Salvador Allende, nuestra Tencha Bussi nacional, declaró el 11 de septiembre pasado en La Moneda: “"Chile aun no vive en plena democracia"(1).

Pobre Ricardo Lagos. Pobre. Había intentado subirse al carro de la historia pretendiendo que él, y no otro,(2) era el hombre de estado que había, ¡por fin!, abierto las grandes alamedas poniéndole término al “momento gris y oscuro” (sic) gracias a una “nueva constitución” (resic).

Lagos se hizo culpable ese día de dos pecadillos graves: primero, no conocer las imborrables palabras pronunciadas por Allende al morir defendiendo la Constitución legítima, y segundo, intentar vender el texto mamarracho surgido de la mente fascistoide de Jaime Guzmán (con algún maquillaje en plan “porque yo lo valgo”) como la culminación de un proceso de democratización aun no concluido.

Lamentablemente, algunos días más tarde Michelle Bachelet se hizo eco de esta estafa al declarar que con esta constitución “la transición ha terminado”(sic). Puede que esta desafortunada afirmación tenga algo que ver con su asesor Andrés Velasco, quién ha declarado admirar a Jaime Guzmán y el sistema electoral binominal que le dio “estabilidad al país”.(3)

El momento en que Lagos firmó -muy solemnemente- el texto mamarracho, fue bien elegido. Durante las fiestas patrias el pueblo de Chile está en otra y la estafa pasó “piola”. O al menos eso creen quienes se felicitan del timo.

Por cierto, el modo en que el texto firmado por Lagos vio la luz del día no tiene nada de glorioso. Prolongando el mal uso de las tratativas de pasillo que le han permitido a la derecha conservar lo esencial de la impunidad y lo fundamental del ordenamiento jurídico legado por Pinochet, el maquillaje de la constitución del 80 fue negociado, línea por línea, a espaldas de la ciudadanía. El Parlamento, o lo que en la constitución pinochetera hace las veces de, sirvió de tapadera.

De ahí que sea legítimo preguntarse:

¿Y el pueblo en todo esto?

¿Qué se hizo la soberanía popular?

¿Qué se hizo la voluntad general como fuente de legitimidad del poder?

En suma, ¿Qué se hicieron los derechos ciudadanos?

Desde luego no basta con utilizar, a guisa de preámbulo y en modo que recuerda el coitus interruptus, una frase mal copiada del Contrato Social: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.(4)

El crimen antidemocrático es de tal envergadura que conviene recordar un par de cosas.

EL FIN DEL CONTRATO SOCIAL
Por Luis Casado

El pensamiento que condujo a establecer el derecho como el resultado de convenios entre hombres libres es muy anterior a Jean-Jacques Rousseau, aun cuando se le suele atribuir al pensador ginebrino la paternidad del invento.

Aquellos que empezaban a sentirse estrechos en la monarquía de derecho divino, asentada en el principio que todo derecho legítimo provenía de Dios, propusieron una solución muy distinta, basada en el derecho natural.

El hombre es libre dijeron, porque la naturaleza le hizo libre. Si el hombre accede a someterse a las leyes, es porque él mismo participa a su creación y aprobación. La ley no es sino la expresión de la voluntad general, y genera derechos y deberes. Los hombres hacen las leyes para evitar los amos, y mantenerse libres.

En su obra “El contrato social”(5) Rousseau expuso las ideas que servirían de zócalo al orden civil instaurado por la revolución francesa, y a las democracias construidas sobre las cenizas de la monarquía absoluta.

“El hombre ha nacido libre, dice Rousseau, pero por doquier se halla encadenado...” El derecho nacido de la fuerza no es legítimo, dice, porque no ha sido libremente aceptado por el hombre libre. Si un pueblo está obligado a obedecer... hace bien... pero en el momento en que puede sacudirse el yugo... hace todavía mejor...”

Corrigiendo a Aristóteles, quién afirmó que algunos hombres nacen para la esclavitud y otros para la dominación, Rousseau dice que el filósofo macedonio tomaba el efecto por la causa. Y agrega, “Los esclavos pierden todo con sus cadenas, hasta el deseo de liberarse de ellas... Si hay, pues, esclavos por naturaleza, es porque hubo esclavos contra naturaleza. La fuerza hizo los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado”.

La tremenda carga revolucionaria de los escritos de Rousseau le granjeó algunas enemistades, y hay quién le acusó de difundir ideas totalitarias. Pero como bien dice Enrique López Castellón,(6) no se conoce ninguna dictadura que haya reclamado una inspiración rousseauniana. Mal podrían hacerlo. Rousseau afirma que la fuerza es un poder físico y a ese poder no se le puede atribuir ninguna legitimidad porque “Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad...”

La conclusión es demoledora: la fuerza no constituye el derecho, y el hombre sólo está obligado a obedecer a los poderes legítimos. Las convenciones, el contrato social, son la base de la autoridad legítima entre los hombres.

Como ejemplo de convenciones libremente aceptadas por los hombres libres se cuentan la Constitución y las leyes.

Dato que lleva a interrogarse sobre la legitimidad del derecho que emana de la Constitución impuesta por la dictadura de Pinochet. Dicha Constitución nació del poder de la fuerza, fuerza ante la cual se cedió como un acto de necesidad, no de voluntad.

Hoy en día nadie puede afirmar que la Constitución de 1980 responde a la noción de Contrato Social.

El contrato social, ese convenio fuente de todo derecho legítimo, que responde a la necesidad de “Hallar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y en virtud de la cual, al unirse cada uno a todos, no obedezca más que a sí mismo y quede tan libre como antes”.

Nadie, repito, osa afirmar hoy en día que la Constitución impuesta por la dictadura haya sido el producto de la voluntad general.

¿Qué justifica su pervivencia?

¿Qué razones conducen la sociedad chilena a continuar sometida a una Constitución ilegítima?

“El pueblo sometido a las leyes debe ser su autor”, nos dice Rousseau.

Para luego agregar que la soberanía del pueblo es “inalienable”. En otras palabras, al ser la soberanía del pueblo el ejercicio de su voluntad general, esta voluntad general sólo puede estar representada por el pueblo, y en ningún caso por un sátrapa, un príncipe, un dictador, o a fortiori por un parlamento domesticado cuyo trabajo legislativo se hace a espaldas del pueblo soberano.

Rousseau agrega que la voluntad particular tiende por su naturaleza a las preferencias, mientras que la voluntad general tiende a la igualdad.

Al constatar la preeminencia de los intereses muy particulares del gran capital, del mundo de las finanzas y de la inversión extranjera por sobre la voluntad y los intereses generales del pueblo de Chile no podemos sino preguntar: ¿Qué puede justificar el aparente contentamiento con el que se acomodan a una Constitución impuesta por la fuerza las autoridades nacidas de esa ley ilegítima?

Buscando una respuesta uno no puede sino citar a Rousseau: “La fuerza hizo los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado”.

A menos que concluyamos que el gobierno nacido de la Constitución impuesta por la fuerza no es sino la expresión de una voluntad particular, cuyo fin consiste en imponer determinadas preferencias en contra de los intereses de los más, en contra de la voluntad general.

Por otra parte, el convenio, como fuente de todo derecho, afirma no sólo la libertad de los hombres sino también su igualdad política. Cada cual cede una parte de su propia libertad para someterse a la autoridad de la ley común aprobada por todos.

Rousseau lo expone del modo siguiente: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general, y recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo”.

Se crea de este modo un ente social, un yo común, que en otras épocas recibía el nombre de ciudad,(7) y que ahora es llamada república, o Estado.

Respecto de los asociados, dice Rousseau, toman colectivamente el nombre de pueblo,(8) y se llaman en particular ciudadanos en cuanto participan de la autoridad soberana, y súbditos en cuanto están sometidos a leyes del Estado.

Jean-Jacques Rousseau no nos dice como deben ser llamados aquellos asociados tan especiales, y tan propios de la sociedad chilena, que ejercen todos sus derechos pero no aceptan ningún deber, y en particular no se someten a la ley común.(9)

Y no es que Rousseau se hiciese muchas ilusiones con relación a la factibilidad de la democracia construida sobre la base de los principios expuestos en “El Contrato social”, ya que preveía, intuía, que la libertad y la igualdad políticas proclamadas como derecho natural, no irían muy lejos sin la igualdad económica. Hecho no banal, si consideramos que para Rousseau la desigualdad es el mal original, el que engendra todos los demás.(10)

La previsión de Rousseau va siendo confirmada por los hechos: hoy en día la desigualdad económica aleja progresivamente a los ciudadanos del ejercicio de sus derechos más elementales, mientras que la imposición de estructuras de reflexión y de decisión internacionales perfectamente impermeables a la opinión ciudadana como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio, el Foro de Davos, para no hablar de los Tratados de Libre Comercio que maniatan a países ya controlados por las multinacionales, termina por eliminar definitivamente la posibilidad para la voluntad general de ejercer algún tipo de influencia en los temas que le conciernen.

En su día, los nacientes Estados inspirados en las ideas de libertad e igualdad expuestas por Rousseau eliminaron los privilegios monárquicos, o bien los heredaron, y asumieron los poderes nacidos de la voluntad general, es decir de la soberanía del pueblo.

Entre otros, el derecho de acuñar moneda (que hoy en día llamaríamos la emisión monetaria), el derecho de cobrar impuestos (que hoy en día llamaríamos política tributaria o régimen impositivo), el poder legislativo o en otras palabras el derecho de establecer las leyes, la capacidad de aplicar la ley, de imponer la justicia, el derecho exclusivo del ejercicio de la violencia legítima, el derecho a castigar los infractores de la ley incluyendo la privación de libertad, la educación (rescatada de manos de la iglesia y de los colegios e institutos reales), la responsabilidad de la sanidad pública, la edificación y el mantenimiento de las infraestructuras públicas, las relaciones exteriores, la administración del patrimonio de la nación, la seguridad pública.

El Estado, y cada poder del Estado, nacieron pues de la voluntad general, de la soberanía del pueblo. En esta concepción del orden civil, el Estado supone representar el interés de todos, la voluntad general.

Ahora bien, como decíamos más arriba, la realidad histórica nos ha mostrado que el interés general suele confundirse con el interés de unos pocos, y que la igualdad política dista mucho de tener una relación de causa a efecto con la igualdad económica. La intuición de Rousseau, a mediados del siglo XVIII, era cierta.

En pleno siglo XIX, testigo de la revolución industrial y del desarrollo del capitalismo, Karl Marx desarrolló una tesis distinta a la de Rousseau, en la que el interés general cede la plaza a los intereses contradictorios, opuestos e irreconciliables, de sectores sociales diferenciados por su riqueza, la posesión o la carencia de medios de producción y el papel que desempeñan en la vida económica, en el modo de producción.

Marx constata que la voluntad particular se impone a la voluntad general, y en la concepción marxista la noción del Estado como representante del interés general cede su lugar al Estado como instrumento de defensa de los intereses de la clase dominante.

He ahí donde conducía la desigualdad económica prevista por Rousseau.

Al alba del siglo XXI, el triunfo del capitalismo primitivo y primario que ahora llaman neoliberalismo, -y que suele disfrazarse bajo la denominación de “economía de mercado”-, consagra la desigualdad social, política y económica, destruye los cimientos mismos de la democracia, e impone la derrota de la voluntad general.

El corolario es simple: si como consecuencia de la desigualdad económica existe dominación de un sector de la sociedad sobre otros sectores de la sociedad, tampoco hay igualdad política.

La igualdad política desaparece, aplastada por la desigualdad económica.

Los derechos de los ciudadanos libres, aquellos de los cuales emana el poder legítimo a través de la voluntad general, comienzan a transformarse cada vez más en derechos puramente formales.

El ejercicio del poder en favor de la voluntad particular, a favor de la clase dominante, va alejando a los ciudadanos de sus derechos más elementales.

A pesar de su aguda intuición, Rousseau ni siquiera pudo imaginar hasta que punto la desigualdad económica llevaría a la negación misma del Estado que nació inspirado en sus ideas. Y a la negación de la igualdad política, a la negación del hombre nacido libre por derecho natural.

El desarrollo del capitalismo primitivo y primario, -rebautizado en modo vergonzante con la expresión economía de mercado y que según John Kenneth Galbraith (11) debiese ser conocido como el sistema de las sociedades anónimas-, ha ido transformando al ciudadano, nacido libre e igual, en un socio de segunda o tercera clase despojado del derecho de inmiscuirse en lo que le concierne.

Después de abandonar los complejos de inferioridad que el capitalismo desarrolló en razón de sus repetidas crisis económicas -y en particular la crisis de 1929-, cuyas catastróficas consecuencias le impusieron algo de pudor en la explotación de la mano de obra asalariada, el capitalismo actual, el neoliberalismo como se ha dado en llamar lo que no es sino capitalismo primitivo y primario de la peor especie, impone leyes y reglas que se alejan definitivamente de la voluntad general, del interés general, para no ser sino la expresión de los intereses de la clase dominante.

Para utilizar la expresión de Samuel Huntington, los gobiernos son “Residuos del pasado, cuya única función consiste en facilitar las operaciones de la elite global”.

Dos fenómenos convergentes, la imposición del pensamiento único en la economía, y la aceleración de la globalización, alejan continuamente al ciudadano de los derechos cuyo origen Rousseau atribuía a la naturaleza: los derechos de un hombre nacido libre e igual.

Los fenómenos mencionados van generando un problema mayor, cual es el de determinar como se estructura la sociedad y el orden civil, el problema de saber de donde emana la autoridad y la legitimidad del poder y del derecho.

Quienes sostienen la indiscutible racionalidad del mercado, su insuperable sabiduría, su predominio absoluto en todas las materias que fueron de incumbencia ciudadana, no hacen sino desplazar la fuente de la autoridad y de legitimidad del poder y del derecho al mercado, significando con ello el fin del Contrato Social y consagrando la dictadura del dinero.

EL MERCADO COMO ELEMENTO ESTRUCTURANTE DEL ORDEN CIVIL
Por Luis Casado

De modo pues que, según el pensamiento dominante, el elemento regulador de las relaciones sociales, del orden civil, la fuente de la legitimidad del poder y del derecho es el mercado... La “racionalidad” del mercado...

No obstante, cada día que pasa nos trae nuevas evidencias de la “pérdida de confianza” en el mercado.

¿Adónde vamos a parar si ya no se puede creer ni en el mercado?

La Crisis, -así, con mayúscula-, es mayúscula.

Asistimos simultáneamente, por una parte, a un fenómeno de pérdida de credibilidad de la política y de los políticos, (13) y por la otra, a un desmadre de falta de confianza en los mercados. En estas condiciones ¿a qué santo encomendarse?

Que la política y los políticos tengan, hoy por hoy, el mismo peso específico que un paquete de palomitas de maíz se explica: la dimisión colectiva que constituye la transferencia de buena parte de sus prerrogativas al mercado, la irresponsabilidad reivindicada al darle autonomía a los bancos centrales sin razón aparente y la mutilación de las competencias del Estado por vía Constitucional bastan, por si solas, para comprender que la política y los políticos se reservan la potestad del vacío.

Lo que explica además que el discurso político conjugue sistemáticamente sus verbos en tiempo futuro.

Pero que el mercado, sacralizado por esos mismos políticos, al cual le asignaron poderes cuasi divinos, pierda toda credibilidad... plantea un problema mayor.

Hubo una época no muy lejana en la cual se daba por sentado que cada ciudadano debía respetar la ley -que nadie debía ignorar- generada en un Parlamento compuesto por representantes elegidos democráticamente.

O sea la ley que surgía de la manifestación de la soberanía popular.

El triunfo del capitalismo primitivo y primario que llaman neoliberalismo, con su secuela de responsabilidades transferidas al mercado, pretendido demiurgo de la estabilidad económica y del progreso social, le dejó al Parlamento un campo de competencias reducido, limitado a poca cosa más que a escuchar el mensaje presidencial, cada 21 de mayo, o a aprobar Acuerdos internacionales en la negociación de los cuales no tiene arte ni parte.

¡Desdichada soberanía popular! El mercado puede más.

A los mercados hay que darles garantías. A los mercados, ¡pobres de ellos! hay que darles confianza. ¿Y como hacer si la política ya no inspira ninguna o muy poca?

¿Que puede el ejecutivo, o el Parlamento, para darle confianza a los mercados?

¿A esos mercados que ya no le inspiran confianza a nadie?

La retahíla de estafas, fraudes, engaños, timos, embelecos, desfalcos, pillajes, rapacerías, hurtos y raterías cometidos por insospechables multinacionales ligadas estrechamente al poder político estadounidense, por los auditores encargados supuestamente de controlarlas, y por los analistas financieros truhanes cuya sapiencia ha servido para embaucar incautos en vez de esclarecer las decisiones de los accionistas se está pagando muy cara.(14)

Políticos mezclados con intereses espurios determinados por el mercado. Mercados espurios, comprando políticos para falsear los datos del mercado.

Ecuación que da como resultado valores bursátiles inferiores a los valores económicos.

Y decenas de millones de desempleados. ¿Pero a quién le importa?

Y millones de pensionados que ven desaparecer sus pensiones. ¿Pero a quién le importa?

Falta de confianza que reduce las inversiones, que a su vez reduce el empleo, que a su vez reduce la demanda, que a su vez reduce las inversiones, que a su vez...

La racionalidad del mercado. Al que hay que “restituirle la confianza”.

¿Pero cómo devolver la confianza, si lo que se ha dado en llamar “la comunidad de negocios” no sólo duda sino que sospecha fundadamente de los datos que provienen de los agentes económicos?

¿Cómo acordarle alguna credibilidad a las cuentas de las multinacionales cuya opacidad es insondable?

Tan insondable que las demasiado frecuentes malversaciones son indetectables gracias a los cientos de filiales situadas en paraísos fiscales, a participaciones cruzadas, a carteras de pedidos ficticias, a facturaciones de favor de casa matriz a filial y viceversa, a provisiones artificiosas, y a un sinnúmero de triquiñuelas contables más o menos ilegales.(15)

Balances que no convencen ni a los propios accionistas, que hace ya algún tiempo aprendieron a desconfiar de la pomada llamada “corporate governance”.

¿Cómo pues, repito, devolverle la confianza a los mercados? ¿Privatizando más para abrirle el apetito a la inversión privada nacional y/o extranjera?

Toda privatización trae consigo una pérdida de patrimonio para la nación. Es decir empobrece al país.

Cuando el Estado decide vender una empresa se sitúa automáticamente en posición de debilidad: si quiere vender debe hacerlo de modo que quede en evidencia que quién compra hace un beneficio. Y, en lo posible, muy rápidamente.

Si no es el caso, ¿para qué comprar? Es decir que el Estado debe vender a un valor financiero inferior al valor económico. Por ello se sub-evalúa la empresa que se va a privatizar. No solo en Chile. En cualquier sitio en el que se privatizan activos públicos.

De ahí que la fiebre privatizadora aumentase rápida y exponencialmente: era el mejor modo de hacerse rico en poco tiempo. Y hay quienes compran y venden sus acciones en el mismo día para concretizar rápidamente sus ganancias.

Pero privatizando, ¿se le devuelve la confianza a quién?

Desde luego no a los inversores.

¿Cómo podrían los inversores confiar en un Estado que se hace esquilmar vendiendo a vil precio el patrimonio nacional? En otras palabras, ¿Cómo confiar en un cretino? ¿O en un deshonesto?

Y tampoco se le devuelve la confianza al “factor trabajo”, ese que suele ser el primer damnificado con las reducciones de personal, las deslocalizaciones, las reducciones de salarios, la precarización.

Menudo problema al que están enfrentados los vencedores. Los capitalistas primarios (neoliberales). Aquellos que escribieron “el fin de la historia”.

Que la desideologización y la despolitización les importe un bledo, se entiende. ¡Pero la pérdida de confianza en el mercado!... Eso debe importarles.

Esa pérdida de confianza que hace temer a Felix G. Rohatyn que “el capitalismo… no sobrevivirá”.

Menudo problema en verdad. Porque si el elemento estructurante de la vida en sociedad ya no reposa en el Contrato Social, ni en la racionalidad del mercado ¿la vida en sociedad se sustenta en qué?

La sociedad civil -los ciudadanos-, no logra encontrar una expresión coherente en el Estado político.

¿Cómo se expresan las libertades ciudadanas para millones de pobres e indigentes?

¿Qué significa el crecimiento para cientos de miles, millones de desempleados?

¿O la seguridad para los pobladores víctimas de la delincuencia que engendra la miseria?

¿De qué manera ven el progreso los estudiantes sin recursos?

¿Qué son los adelantos científicos para las familias sin servicios médicos?

La Constitución legada por la dictadura transformó el Estado en instrumento de los poderosos, para mantener a raya a los débiles y el maquillaje operado por Lagos no hace sino perpetuar esa función.

El Estado no representa sino a quienes lo transformaron en la alcahueta de sus propios intereses. Tal vez ello explique que casi 50% de la ciudadanía no se inscriba, no vote, o vote blanco o nulo. Al imponer el neoliberalismo en Chile la dictadura dio un gran salto atrás: un salto atrás de siglos.

Cuando el Estado deja de representar los intereses de la nación, la nación se desinteresa del Estado...

Por eso es conveniente preguntarse una y otra vez: si el elemento estructurante de la vida en sociedad ya no reposa en el Contrato Social, ni en la racionalidad del mercado... ¿La vida en sociedad, el orden civil, se sustenta en qué?

NOTAS DEL AUTOR
(1)Durante el homenaje a Salvador Allende en el Palacio Presidencial.
(2)Patricio Aylwin, presente en la ceremonia, continua insistiendo en que la transición terminó durante su mandato.
(3)Dicho sea de paso Jovino Novoa, líder de la UDI, piensa y declara lo mismo.
(4)Capítulo I, Art. 1 del texto mamarracho.
(5)«El Contrato Social» - J.J. Rousseau – Ed. Mateos – Madrid, 1999.
(6)Enrique López Castellón. Prólogo a la citada edición del Contrato Social.
(7)De ahí la calidad de “ciudadano”, miembro de la ciudad, y parte de la soberanía ciudadana.
(8)Pueblo, y en ningún caso “gente”, que en el latín “genus” quiere decir familia o tribu. El pueblo, del latín populus, es el conjunto de ciudadanos que ejerce derechos y respeta deberes adoptados libremente.
(9)Pinochet y sus secuaces por dar un ejemplo…
(10)J.J. Rousseau. Op. cit.
(11)«Les mensonges de l’économie”; J.K. Galbraith. Ed. xxxx – Paris. 2004
(12)Modelo económico conocido impropiamente como neoliberalismo, y que no es sino la imposición de las tesis del capitalismo primitivo y primario.
(13)p.ej.: 50% de abstención, voto blanco o nulo, y/o de no inscripción en los registros electorales en Chile. Para no hablar de los USA. O de Francia en donde más del 60% de los menores de 35 años no votó en las últimas elecciones parlamentarias.
(14)A la desaparición de Andersen, motivada por fraude, estafa y prevaricación, se suman los centenares de millones de dólares de multa pagados por Merrill Lynch y KPMG con el exclusivo fin de parar los procesos que la justicia de los EEUU llevaba adelante precisamente por fraude, estafa y prevaricación… Es lo que se llama la “transparencia” de los mercados.
(15)Ya sabes: Enron, Worldcom, Tyco, Parmalat, Ahold, los laboratorios, los bancos, las empresas de telecomunicaciones, y un largo, larguísimo etc.

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