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Máximo Kinast Avilés

JUAN GELMAN: "EL IMPERATIVO MORAL DE LA MEMORIA COLECTIVA"

  Ass. Argentina "Vientos del Sur"                 
  Udine-Italia                           
   
"La lengua del poder, cuanto mas articulada màs brutal, no ha dejado de negar y castigar a quienes aùn con gritos y balbuceos persisten en ver el mundo y nombrarlo con la profundidad de la inocencia"
     Vicente Zito Lema
10 - 12 - 08

JUAN GELMAN ESCRIBE CONTRA "LOS ORGANIZADORES DEL OLVIDO"

"El infierno no termina

al cerrarse las puertas

del campo de concentracion"

 

El Ministerio de Cultura español promovió el Primer Encuentro Internacional de Memoria Histórica en la Universidad de Salamanca, la misma donde Miguel de Unamuno enfrentó al dirigente franquista Millán de Astray cuando éste entró a los claustros pistola en mano gritando “Viva la muerte, abajo la inteligencia”.

 

En esa reunión, de la que participaron delegaciones de Chile, Argentina, República Dominicana, Portugal y Alemania, el poeta y columnista de Página/12 fue el encargado de realizar la conferencia inaugural sobre “el imperativo moral de la memoria colectiva”.

 

Imagen: Gustavo Mujica

 

 

Fuente: El Pais     Por: 

Juan Gelman

Soy padre de un hijo de 20 años secuestrado, torturado, asesinado en 1976 por la más reciente dictadura militar argentina, que también desapareció sus restos. Fueron hallados, gracias a la infatigable labor del Equipo Argentino de Antropología Forense, 13 años después. Soy suegro de su esposa, secuestrada cuando tenía 19 años, trasladada de Buenos Aires a Montevideo encinta de ocho meses y medio y asesinada por la dictadura militar uruguaya dos meses después de dar a luz. Sigue desaparecida y su hija fue entregada a un policía de matrimonio estéril. Soy abuelo de una nieta de la que me robaron sus primeros 23 años de vida y que mi mujer, Mara La Madrid, que no es la madre de mis hijos, y yo buscamos y encontramos al cabo de una larga investigación. Nada de esto hubiera sido posible sin el testimonio oral de sobrevivientes uruguayos y argentinos, sin expedientes judiciales y aun militares, sin ese archivo tan particular que es el banco de datos sanguíneos de familiares de desaparecidos del Hospital Durand de Buenos Aires, sin una campaña internacional de denuncia que tuvo la solidaridad de decenas de miles de poetas, escritores, artistas y gente de a pie de 122 países, sin libros, sin documentos, sin Internet, sin videos y, sobre todo, sin la voluntad imperiosa de encontrar la verdad.

Hablo desde la experiencia argentina. ¿Por dónde empezar? ¿Por la madre de un desaparecido que año tras año y día tras día arreglaba el cuarto de su hijo y a la noche le preparaba la sopa que él solía tomar al regreso del trabajo? La sopa se enfriaba en la mesa sin remedio. ¿Por el sueño de la hija de una desaparecida? Este sueño: “Mamá vive en el departamento de la calle 47. Voy a visitarla. Tengo miedo de que me abrace y al hacerlo se convierta en fantasma”. Ha pasado mucho tiempo desde la desaparición de ese hijo y de esa madre, pero no hay final del duelo todavía. No lo habrá mientras no se encuentren sus restos y descansen en un lugar de recuerdo y homenaje. No lo habrá mientras esa madre y esa hija no sepan toda la verdad sobre su sufrimiento. No lo habrá mientras esa verdad no conduzca a la Justicia.

El infierno no termina cuando se cierran las puertas del campo de concentración y los hornos se apagan: hace un cuarto de siglo que cesó el infierno militar en la Argentina y centenares de miles de personas –hijos, padres, hermanos, familiares, amigos de los desaparecidos– viven esa segunda parte del infierno que crepita en la memoria y no hay modo de apagar. “Desde entonces, a una hora incierta/esa agonía vuelve/y hasta que mi cuento espantoso sea contado/mi corazón sigue quemándose en mí”, dice el viejo marinero de un poema de Coleridge que recordó Primo Levi. Para muchos argentinos, uruguayos, chilenos, centroamericanos y nacionales de tantas otras latitudes del mundo esa estrofa poética es vida real y quema cada día.

“En nuestro país el olvido corre más ligero que la Historia”, dijo el escritor Adolfo Bioy Casares. Pues no sólo en la Argentina. Desaparecen los dictadores de la escena y aparecen inmediatamente los organizadores del olvido. “¿Para qué renovar las penas? –dice Ismene a Edipo–. El dolor se sufre al recibir las penas y se vuelve a sufrir al recordarlas.” El Día de Muertos, el pueblo mexicano acude a los cementerios, se sienta alrededor de sus difuntos, toca la guitarra y les canta, les pide que sigan muriendo en paz y que dejen en paz a los vivos para que los recuerden sin terrores. Pero los familiares de los desaparecidos no tienen dónde hablarles y ellos son fantasmas inciertos que vuelven a doler en la memoria.

“Los padres quedaron sin hijos y no terminan sus quejas. Conocen al fin cuál es el dolor total sin remedio”, dice Esquilo. ¿Cada recuerdo trae un dolor que se amontona, capa sobre capa, y se convierte en una geología del dolor? ¿Es posible dialogar con el dolor, fingir que tiene rostro y que no es una potencia que viene y va y protesta contra la muerte del ser querido y le da cuerpo y la afirma negándola? ¿La locura sería la última puerta del dolor, una manera de convertirse en dolor para no padecerlo y desaparecer en el dolor? ¿No será ésa una forma de fundirse con la víctima y así morir con ella? Los familiares de los desaparecidos están en otro lugar. “Un loco, solamente un loco que perdió la mente olvidar puede la muerte de su padre”, dice Electra. O la muerte de un hijo. No es ésa la locura de los familiares: su única “locura” consiste en exigir verdad para las víctimas y justicia para los victimarios. Es un camino lleno de obstáculos con los que se tropieza día a día. Los comisarios del olvido tienen recursos y conocen su trabajo.

Un pacto de silencio sella la boca de los militares argentinos, con pocas excepciones. Cuando sus camaradas conocen que alguno está dispuesto a hablar, lo callan con una buena dosis de cianuro: le ocurrió al prefecto naval Héctor Febres, a punto de ser condenado por los crímenes que cometió durante la dictadura militar. O desaparecen a testigos importantes de los juicios por delitos de lesa humanidad, como desaparecieron a Julio López, para agitar el miedo en las víctimas testimoniantes. La policía facilita la huida del represor atrapado o quema archivos de sus operaciones. La jerarquía de la Iglesia Católica argentina que, a diferencia de la chilena, santificó la matanza –un obispo del Vicariato llegó a decir “cuando hay derramamiento de sangre, hay redención”–, la jerarquía de la Iglesia Católica argentina, que ordenó tranquilizar a militares desasosegados porque venían de tirar prisioneros vivos al océano, se niega a abrir sus muy prolijos archivos de la época, que permitirían recuperar al menos los restos de numerosos desaparecidos.

Ciertos jueces, ciertos fiscales y ciertas instancias judiciales como la Corte de Casación argentina encajonan procesos contra los represores, quienes pueden quedar en libertad por la falta de sentencia. Y lo peor, verdaderamente lo peor, es la perversión que mancha a sectores políticos y sociales que, de un modo o de otro, por acción o por omisión, fueron cómplices de la matanza y callan lo que saben y niegan al Otro lo que saben. Y luego, por qué omitirlo, la actitud pasiva de ciertos familiares que, ante todo por falta de medios, y luego por desánimo, cansancio, resignación, desesperanza o temor, todavía temor, depositan su no hacer en los organismos de derechos humanos. Y también, por qué omitirlo, ciertos organismos argentinos de derechos humanos que burocratizan el dolor o militan contra la búsqueda de los restos de los desaparecidos “para que sigan con sus compañeritos”. Así hacen tabla rasa de la historia personal de las víctimas y del lugar que ocuparon en la historia. Es la continuidad civil, bajo otras formas, del pensamiento militar.

La voluntad de corregir la memoria, como es notorio, viene de muy lejos. En el siglo V antes de Cristo, la sangrienta oligarquía de los Treinta prohibió en Atenas por decreto recordar la derrota militar que le infligiera Esparta. Cada ciudadano fue obligado a pronunciar el juramento “No recordaré las desgracias”. Pasan los siglos y los vencedores siguen reorganizando el pasado a voluntad. En el año de gracia de 1040 el monje Arnold von Saint Emmeram explicaba así el método que había elegido para escribir la historia del ducado de Baviera: “No sólo es pertinente que las nuevas cosas modifiquen las viejas; también es correcto, si las viejas son desordenadas, el de-secharlas por completo, e incluso, aunque estén bien ordenadas pero sean poco útiles, el enterrarlas con reverencia”. La voz de los vencidos es “desordenada y poco útil” en los manuales de historia al uso, cuyo marco de referencia esencial es el Estado. Numerosas víctimas de crímenes contra la humanidad fueron y son carne de olvido, “ese acuerdo con aquello que se oculta”, al decir de Blanchot. Los que falsifican la historia así, falsifican la vida y están presentes y activas las antiguas herencias de nuestra tan moderna, o posmoderna, civilización occidental, en la que los extraordinarios avances tecnológicos conviven o malviven codo a codo con genocidios nunca vistos.

Proliferan las teorías sobre la historia como relato y otras sobre todo lo contrario. De lo primero hay pruebas más que suficientes, algunas francamente ridículas. La historia del Partido Comunista soviético ha sufrido continuos liftings con el correr del tiempo y se convirtió en un acto de predicción del pasado. Es famosa la fotografía del estado mayor bolchevique tomada días después del triunfo de la Revolución Rusa, con Lenin en el centro, a su derecha una escalera y luego Stalin. El lugar de la escalera lo ocupaba Trotski, excomulgado por el Termidor stalinista. El acto tiene pretensiones mágicas y la voluntad de abolir la historia. De ahí la importancia fundamental de los archivos de la memoria. De ahí la importancia fundamental de esta reunión. La pretensión de mutilar la memoria cívica de todos los días corrompe su salud y despeja el camino a nuevos autoritarismos.

El imperativo moral de la memoria colectiva tiene hoy más urgencia que nunca y no faltaron en la Argentina y en otros países quienes entendieron esto muy temprano y crearon y ordenaron personalmente, sin apoyo oficial alguno y movidos por su moral ciudadana, informaciones utilísimas que se pueden ver por Internet. Estos archivos contribuyen a deshacer las artimañas de los asesinos de la memoria, como ésas que pretenden que no hubo cámaras de gas y que el primer pueblo ocupado por el nazismo fue el pueblo alemán. Si queremos que la barbarie no se repita y pase al reino del nunca más, no deberían, creo, ser archivos mudos para la sociedad civil y viceversa: habría que acercar sus contenidos a sectores sociales y políticos en los que hay no poco a despejar todavía.

¿Y se podrá alguna vez despejar mentes en el estamento militar para que obedezcan a lo ético y opongan la desobediencia debida a órdenes criminales? El capitán de navío Juan Carlos Rolón, miembro de un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires donde la marina desapareció a 5000 personas, declaró impávido: “Nos enseñaron que la tortura era una forma moral de combatir al enemigo”. Se recuerda el diálogo que Hannah Arendt sostuvo con un oficial nazi que admitió haber gaseado y enterrado a prisioneros con vida en el campo de concentración de Maidanek. La pregunta de la filósofa: “¿Se da cuenta de que los rusos lo van a colgar!”. La respuesta del nazi: “¿Por qué? ¿Yo qué hice?”.

Las dictaduras suprimen el testimonio de las víctimas, pero llevan sus propios archivos. En Auschwitz hay gruesos volúmenes que registran la muerte de los prisioneros gaseados. En la primera columna de cada página figuran el nombre, la edad y la nacionalidad de la víctima; en las dos restantes, hora y causa de la muerte. La hora es la misma a lo largo de páginas enteras, las 8.15, o las 8.30 o las 9.00 de la mañana. También se repite la causa de la muerte, “influenza” casi siempre. Este no es sólo un acto burocrático; sustituye la vida por una mentira de papel y muestra abismos de la condición humana. Se impone abrir esa clase de archivos. Pero ésta es una decisión de Estado y, lamentablemente, todavía hay gobiernos democráticos que no se atreven a disponer que se dé ese paso indispensable. Los familiares de los desaparecidos sólo conocen la dolorosa mitad del crimen. La otra yace oculta, custodiada por centinelas militares, policiales, eclesiásticos. Jacques Derrida habló del “mal de archivo”, pero ésos son los archivos del mal.

Que se me perdone la insistencia en subrayar la importancia de los testimonios orales, vehículos de una memoria que en ocasiones se transmite de generación en generación. Frente a Panamá –narra el periodista José María Pasquini Durán– hay una isla llamada San Blas en la que vive una etnia indígena. Una vez al año todos se reúnen y los ancianos cuentan a los jóvenes la historia de la etnia, que arranca del casamiento del Sol con la Luna, para que su memoria perdure. Los jóvenes comenzaron a emigrar y a quedarse en Panamá, pero mandan grabadoras a la isla para registrar el relato de los ancianos. Ahora la maravillosa historia que comienza con el Sol y la Luna está en casete y los jóvenes lo tienen en su casa entre los discos más recientes de pop norteamericano. Menciono esto porque en muchas sociedades del mundo no hay casete todavía.

En el año 1987 seguía yo exiliado en Francia y el diario recién nacido entonces para el que trabajo, Página/12, me pidió que cubriera el proceso a Klaus Barbie, el ex jefe de la Gestapo en Lyon, bautizado “El carnicero”. A una víctima que le detallaba sus crímenes, Barbie dijo: “Yo no me acuerdo de nada. Si se acuerdan ustedes, el problema es de ustedes”. Efectivamente: recordar y denunciar los crímenes contra la humanidad y exigir su castigo es un problema nuestro.

 

 

 

 

"La verdad es tan dificil de negarla como de esconderla"

Ernesto Che Guevara 

 

www.vientosdelsur.org

 

 

 

 

 

 

 

1 comentario

Ariel Corbat -

EL COMISARIO JUAN GELMAN Y SUS OLVIDOS ORGANIZADOS


Leo en Página/12 del 09 de Diciembre de 2008 que el Ministerio de Cultura español promovió el Primer Encuentro Internacional de Memoria Histórica en la Universidad de Salamanca, oportunidad en que Juan Gelman realizó la conferencia inaugural sobre “el imperativo moral de la memoria colectiva”.

Tras la lectura me pregunto si es posible que existan memoria y olvido como dos caras de una misma moneda. Gelman utiliza el recurso de victimizarse para discursear sobre la memoria, y testimoniando dolor se presenta como “padre de un hijo de 20 años secuestrado, torturado, asesinado en 1976 por la más reciente dictadura militar argentina, que también desapareció sus restos”. Narrando semejante pérdida el anciano “poeta” construye un púlpito blindado, porque ¿cómo cuestionar al pobre hombre al que le arrebataron su hijo y la nuera embarazada? ¿quién puede ser inmune a tanta aflicción?

Sin embargo, la “memoria colectiva” que como imperativo moral reclama edificar es una memoria selectiva, tendenciosamente descontextualizada, falta de autocrítica y cuyos cimientos se hormigonan con olvidos. En los 25 años que suma la República Argentina transitando por el empinado camino de la democracia, la prédica constante de minorías hiperactivas ha pasado –y sigue pasando- voluminosas facturas a la sociedad; siempre poniendo el foco sobre los errores y horrores de la represión. La represión a secas, excluyendo deliberadamente del discurso cualquier condena a las organizaciones terroristas que en nombre de utopías totalitarias dieron sustento a la barbarie.

Gelman afirma que “los comisarios del olvido tienen recursos y conocen su trabajo”, consecuentemente el artículo del Comisario Gelman no menciona a Montoneros ni una puta vez. Tampoco al ERP.

De eso no habla, silencio stampa. Ninguna reflexión sobre los derramadores de tinta que alentaron a otros a volcar sangres propias y ajenas. Nada de los personajes que ya peinando canas predicaron a favor de la violencia, los que sabiéndose con influencia sobre muchos jóvenes y adolescentes buscaron sumarlos a la lucha armada. Ni mus de quienes planificaban los atentados que esas manos imberbes ejecutaban. Eso sí, sostiene Gelman que “lo peor, verdaderamente lo peor, es la perversión que mancha a sectores políticos y sociales que, de un modo o de otro, por acción o por omisión, fueron cómplices de la matanza y callan lo que saben”. Impresionante definición, si tuviera altura moral para incluirse en ella.

Pablo Giussani dedicó su muy buen libro “Montoneros La Soberbia Armada” a la memoria perejilesca de la adolescente Adriana Komblihtt, apodada “La Turca”, quien murió el mismo día en que cumplía 16 años, 31 de Marzo de 1977, cuando detonó en sus manos la bomba con la que intentaba atentar contra una comisaría. Al pensar en los que deseando multiplicar los Vietnam reclutaron carne de cañón para que el Comandante Mario Firmenich, en su delirio macabro, pudiera alzar la bandera fanática del martirologio, me viene a la memoria este notable párrafo de Giussani que a continuación transcribo:

“Con horror pienso en el trágico fin de Adriana y en la personalidad de quien puedo haberla programado para esta inmolación. Si luego trato de asignarle un rostro y un nombre a esta personalidad, encuentro entre sus identidades posibles la de Paco, mi viejo y querido amigo Paco Urondo. Mi condena no se atenúa con este rostro a la vista; sólo se hace más doliente. Porque el rostro de Paco transparenta otros rostros, materialmente más distantes de aquel infanticidio, pero igualmente comprometidos con la cultura que lo hizo posible. Rostros que incluyen el mío, y los de toda una generación que pregonó la dialéctica de las ametralladoras, en un rapto de frivolidad literaria que más tarde sería asimilado en términos menos librescos por sus hijos”.

Lo vuelvo a leer ahora con mayor detenimiento, eventualmente visualizo el rostro de Francisco Urondo señalado por Giussani, pero no está solo, lo acompañan Rodolfo Walsh, Horacio Verbitsky, Norberto Habbeger, Miguel Bonasso, y también, por supuesto, el mediocre pero laureado “poeta” Juan Gelman. Gelman que hasta tiene el tupé de mostrarse como un mero perseguido político que para 1987 seguía exiliado en Francia, mientras aquí gobernaba el Presidente Alfonsín. Increíble las cosas que logra el marketing con la coctelera de memoria y olvido.

Nadie puede negar la autenticidad de su dolor a Gelman, lejos de mi ánimo atacar por ese lado, hacerlo sería considerarlo un monstruo. Y acá, como frente a la historia, no hay monstruos, tampoco ángeles ni demonios, sólo hombres. Por ende puede tener algo de razón al referir que los familiares de los desaparecidos sólo conocen la dolorosa mitad del crimen; pero cuando dice que la otra mitad yace oculta, custodiada por centinelas militares, policiales y eclesiásticos, allí debería añadir que tanto o mucho más ocultan los auténticos falsificadores de la historia y de la vida, esos que llenándoles las cabezas dijeron ayer: “animémonos y vayan”.

ESE "POETA"

Ah. El poeta...
Del rostro compungido
y mustios bigotones.
Sí, el poeta.
Con todos sus galardones,
el dolor de la derrota
y el pasado de traiciones.
Al muro de sus lamentos
le faltan las verdades
y le sobran los ladrillos.
Ah. El poeta...
Sí, el poeta.

Que lo aplaudan...
Que lo premien...
Que son las sogas
que venden los burgueses.

¿Y qué verso valió la pena
del drama que escenifica?
Si no son más que palabras,
mamarrachos en tinta
sobre baldosas de sangre
que a cada paso salpican.

Ah. El poeta...
Sí, el poeta.
Sembrador de odios
disparando letras
en la noche eterna
donde van las sombras
de las guerrillas muertas.

Ah. El poeta...
Sí, el poeta.


Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha.
http://www.plumaderecha.blogspot.com
Estado Libre Asociado de Vicente López.