LA ARMADA SE HUNDE EN LA MENTIRA
La Armada sigue empeñada en obstruir la justicia y en negar toda responsabilidad institucional por su pasado criminal durante la dictadura. El almirante Rodolfo Codina, actual comandante en jefe, es una persona más abierta que sus antecesores en el cargo pero mismo si quisiera admitir la culpabilidad de la Armada, el ambiente dentro de esa institución no lo permitiría.
El almirante Codina insiste en que no puede investigar los crímenes bajo la dictadura porque no tiene autoridad sobre los marinos jubilados. Alega (en las páginas web de la institución) que en la Armada él es el único que estaba en servicio activo en 1973. La realidad es otra: en el cuerpo de almirantes, el comandante en jefe está rodeado de vice-almirantes que iniciaron sus carreras en esa época o antes.
Siguiendo esas pautas, el almirante Codina opina (La Nación, 28 de mayo de 2006) que no fueron muchos los crímenes cometidos por la Armada. Añade que en todo caso, las responsabilidades eran individuales -o sea, de los autores materiales y de los mandos directos que estaban a cargo de algunas unidades específicas-. No eran, enfatiza, de los mandos superiores.
Los marinos siguen recalcitrantes y para que no vuelvan a asesinar algún día, es imprescindible que sean obligados por la ley a asumir sus responsabilidades. Entre otras medidas, el Código de Justicia Militar debe ser reformado profundamente.
LOS CRIMENES INSTITUCIONALES
Donde más reprimió la Armada fue en la V Región. Los datos “oficiales” de víctimas en esa Región reconocidos por el Estado provienen del Informe Rettig y del trabajo de la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación. Dan como detenidas desaparecidas a 36 personas.
Sin embargo, se ha comprobado que la cifra real de detenidos desaparecidos es más elevada. Así se desprende no sólo del hallazgo de cuerpos de personas asesinadas y no “contabilizadas” oficialmente, sino también de las conclusiones de otros informes, declaraciones de testigos y de la propia documentación de la Armada.
Los altos mandos de la Armada, aunque reconocen en privado que existía documentación comprometedora, alegan que todo fue destruido “en la época del almirante Merino”. Sin embargo, les ha traicionado su propia rigurosidad: existen pruebas fehacientes de sus crímenes en sus propios registros, mantenidos meticulosamente por los guardias de instalaciones navales y funcionarios sujetos a disciplina militar.
Abundan pruebas que indican que los mandos superiores estaban involucrados en los crímenes, en muchos casos planificándolos y asegurando la colaboración entre diferentes unidades que incluían la Academia de Guerra, el cuartel Silva Palma, la base aeronaval de El Belloto, isla Riesco, Melinka y los buques Esmeralda, Lebu, y Maipo. Había un flujo constante, desde una instalación a otra, de detenidos y de información resultante de torturas e interrogatorios.
Los interrogadores eran gente experta, procedentes de Inteligencia Naval, Infantería de Marina y de las fuerzas de seguridad. Sus métodos llegaron a extremos de bestialidad: en un caso bien documentado (Simulacro de Muerte, Califa 2005) los marinos de la Academia de Guerra obligaron a miembros de una misma familia a practicar actos de perversión sexual entre ellos.
La Armada, además, creó un tejido de complicidades con otras instituciones. En el caso de la Iglesia Católica, el vicario general de la Diócesis, monseñor Jorge Bosagna, mantuvo estrecha relación con la Armada. Ocupó una “oficina” en el Lebu, buque de torturas amarrado a un molo en que se alineaban hileras de cuerpos de muertos y detenidos. Monseñor Bosagna facilitó información confidencial a los interrogadores, proveniente de los archivos de la Diócesis y estaba presente, él mismo, en al menos el interrogatorio de un sacerdote detenido (Chile. La memoria Prohibida, 1990). Tal grado de colaboración sólo sería posible por medio de acuerdos a alto nivel entre ambas instituciones.
Los cuerpos de los ejecutados y de los detenidos desaparecidos que fueron asesinados por la Armada pasaron, por lo menos, por tres canales distintos. En cada caso, la responsabilidad institucional de la Armada es clara. Eran sistemáticos los atropellos a los derechos humanos y los altos mandos necesariamente estaban involucrados.
EJECUTADOS DEL HOSPITAL NAVAL
Las personas que murieron en el Hospital Naval de Valparaíso tras ser detenidas, estaban registradas en el libro de guardia del hospital y por lo tanto, la Armada tuvo que recurrir a un proceso de falsificación de certificados de defunción y de inscripciones en el Registro Civil. Luego, procedió a la inhumación ilegal de los cuerpos.
En los últimos meses se ha analizado el Registro Civil y se ha consultado con el Instituto Medico Legal de Valparaíso buscando referencias de personas cuya causa de muerte fuese “herida de bala”, o alguna otra causa que pudiera indicar una muerte violenta durante el período de tres meses entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de enero de 1974.
Se encontraron 20 casos de esas características -18 identificados con nombres y apellidos y 2 (procedentes de Los Andes) que eran “desconocidos”-. El registro indica que los cuerpos fueron enviados al Instituto Medico Legal para ser autopsiados y en la mayoría de los casos se especifica que un juzgado civil autorizó su entierro, siendo obligatorios ambos trámites.
En el caso de 10 de esos cuerpos, sin embargo, el actual director regional del Instituto Medico Legal, Dr. Gabriel Zamora Salinas, declaró que, revisados los registros tanatológicos, no habían sido sometidos a autopsia en el Instituto. Por lo tanto, las inscripciones en el Registro Civil con sus referencias al IML y a los juzgados civiles, eran ilegales. De esos 10 certificados falsos, 3 fueron firmados por el Dr. Mario Ibarra y 7 por el Dr. Carlos Costa Canessa. Este último, que no tenía vinculo alguno con el IML, era un pediatra y oficial de reserva de la Armada que ejercía en el Hospital Naval.
Este proceso de falsificación supone que intervinieron miembros de Inteligencia Naval que, se ha comprobado, ocuparon cargos en el Registro Civil. Según el actual director regional, Omar Márquez, las autoridades militares mantuvieron su presencia en esa institución hasta el año 1990, primero con personal de la Armada y más tarde con agentes de la Dina y CNI.
En el caso de uno de esos cuerpos, el del sacerdote anglo-chileno Miguel Woodward, se puede seguir los trazos de las acciones ilegales de la Armada desde su ingreso en el Hospital Naval hasta su inhumación. El padre Woodward, tras ser torturado, fue atendido por un médico naval, Kenneth Gleiser Joo y, por orden del jefe del Estado Mayor de la I Zona Naval, capitán Guillermo Aldoney Hanssen, trasladado desde el buque escuela Esmeralda el 22 de septiembre al Hospital Naval, donde llegó muerto.
Consta en el expediente judicial 140.454 que en el Hospital Naval el Dr. Costa Canessa firmó el certificado de muerte de Miguel Woodward. Sin embargo, ese formulario había sido llenado anteriormente por un funcionario del hospital, sin que el Dr. Costa tuviera pruebas de la identidad del muerto. En el certificado, que indicaba que el cuerpo había sido encontrado en la vía pública, el Dr. Costa indicó que Woodward había muerto de un “TEC agudo cerrado con paro cardio-respiratorio” y que su cuerpo fue enviado al Instituto Médico Legal.
El Dr. Costa, en una declaración policial, reconoció que sabía que el procedimiento era ilegal y consultó al respecto a un fiscal naval de la I Zona. Este le dijo textualmente: “Mire usted, de los muertos no se va a enterar, cumpla sólo con lo que se ha ordenado”. Este fiscal fue identificado más tarde como Enrique Vicente Molina, hoy fiscal procurador del Consejo de Defensa del Estado en la V Región.
El ex-vicario general monseñor Jorge Bosagna, dijo haberse enterado de la muerte de Miguel Woodward por un capellán y haber pedido que el cuerpo fuese entregado a las autoridades eclesiásticas. La Armada se negó. El 25 de septiembre, según el ex administrador del cementerio de Playa Ancha, llegaron en un vehículo naval dos funcionarios del Hospital Naval con un cuerpo envuelto en una sábana. Dijeron que se trataba de un “religioso inglés” y entregaron un certificado de muerte a nombre de Woodward. Su cuerpo fue enterrado en presencia del administrador y de los dos marinos en una sepultura dentro de lo que es hoy el “cuartel en tierra” número 13. El lugar no fue inscrito en el registro del cementerio, sino las palabras “fosa común”. Era un calificativo reservado a los muertos que no tenían nadie que cuidara de sus cuerpos.
ENTIERROS CLANDESTINOS DE DETENIDOS DESAPARECIDOS
En el caso de los detenidos desaparecidos que fueron asesinados, ocultar sus cuerpos resultó más fácil para la Armada. Mantenía un férreo control sobre la zona e indudablemente algunos cuerpos fueron enterrados en lugares eriazos o lanzados al mar: los dueños de las lanchas y pequeños barcos en la bahía fueron advertidos que no debían rescatar ningún cuerpo que encontraran flotando en el mar.
El entonces capitán (hoy senador y ex-comandante en jefe) Jorge Arancibia Reyes, admitió en una declaración judicial que el 17 de septiembre de 1973 vio en el molo de abrigo de Valparaíso una hilera de civiles muertos (se calcula que fueron unos 20), sin denunciar el hecho. Esos muertos no constan en ningún registro oficial.
Lo más expedito hubiera sido enterrarlos clandestinamente en el cementerio de Playa Ancha, ocupado por la Armada el mismo día del golpe. Tres testigos han dejado constancia en los últimos años que vieron a marinos descargando cuerpos desde vehículos navales y enterrándolos en ese cementerio.
Un antiguo sepulturero dio testimonio judicial en enero de 2007: en dos ocasiones fue obligado a acompañar a marinos que descargaron cuerpos de sus vehículos en el cuartel 14 del cementerio. Con marinos apuntándoles con sus armas, el testigo y otros trabajadores enterraron seis personas en dos sepulturas, tres en cada una. Habían muerto por impactos de balas y uno todavía sangraba.
No se ha llevado a cabo ningún intento de exhumación de esos cuerpos. Ocurre, sin embargo, que en enero y febrero de 2006, a unos 20 metros de distancia del sitio señalado por el testigo (todavía en el cuartel 14), durante unas excavaciones aparecieron las osamentas de unos 15 cuerpos sin identificar. Se apreciaba en dos de ellos impacto de bala craneal y se encontró una vainilla.
La policía determinó que era de un calibre utilizado por las fuerzas armadas. Sin embargo, cuando los peritajes forénsicos fueron realizados un año más tarde, ni la vainilla ni el Informe Balístico fueron enviados al Servicio Medico Legal.
LA ARMADA Y LA DINA
El ministro en visita que instruye el caso calle Conferencia sometió a proceso en enero y febrero de 2007 a numerosos agentes de la Dina por el secuestro y muerte del ex-secretario general del Partido Comunista, Víctor Díaz. Entre ellos, a cuatro agentes mujeres de la Armada que operaban con la Dina en la Brigada Lautaro: Celinda Aspeé Rojas, Teresa del Carmen Navarro Navarro, Berta Jiménez Escobar y Adriana Rivas González. También inculpó a cuatro suboficiales (r), entre ellos Marina Bernardo Daza y Sergio Escalona quienes dieron muerte a Víctor Díaz asfixiándolo con una bolsa de plástico. Las indagaciones del magistrado develaron la numerosa participación de agentes de la Marina en la Dina después de 1975, cuando esa institución sostiene que retiró a sus oficiales, suboficiales y cuadros permanentes de esa asociación ilícita criminal.
Otro vinculo de la Armada y la Dina afloró en el proceso A-637 de Valparaíso. Se inició ante la justicia militar a comienzos de 1975 y fue sobreseído temporalmente (en parte) el 29 de marzo de 1976. La sentencia contiene referencias a denuncias emanadas de los servicios de seguridad de la Armada y a informes de los servicios de informaciones de Valparaíso. Entre las 109 personas cuyos nombres constan en el proceso como “inculpados en rebeldía” hay tres que meses más tarde alegadamente fueron encontrados muertos en Argentina, formando parte de las 119 víctimas de la Operación Colombo. Eran Mario Calderón Tapia, periodista, Carlos Gajardo Wolff, arquitecto, Alfredo de García Vega, profesor de la Universidad de Valparaíso.
El proceso sirvió a la Armada, además, para camuflar otros casos de detenidos desaparecidos ya asesinados o destinados a ser asesinados. En cuanto a los primeros, incluían al padre Miguel Woodward. La Dina también aprovechó el proceso de la Armada para encubrir algunos de sus asesinatos. Entre los “inculpados en rebeldía” se encuentra el padre Antonio Llidó, asesinado por la Dina en 1974.
La Nación del 12 de septiembre de 2004 asevera que, entre 1974 y 1975, marinos lanzaron en alta mar, frente a San Antonio, 50 a 100 detenidos desaparecidos desde el remolcador Kiwi, según un expediente judicial instruido en Santiago por el ministro Alejandro Solís. Eran prisioneros que habían sido sacados por la Dina en camiones frigoríficos del campo de Tejas Verdes, en San Antonio, y de los centros de tortura de Londres 38, Villa Gimaldi y José Domingo Cañas, en Santiago. Sus cuerpos fueron entregados a la Armada y lanzados al mar en una operación coordinada desde la gobernación marítima de San Antonio.
ENCUBRIMIENTO EN DEMOCRACIA
No se puede culpar a los miembros de la Comisión Rettig por no identificar públicamente a los responsables de los crímenes: no tenían autorización para ello. Sin embargo, tenían la obligación de denunciar a la justicia a los responsables y eso tampoco lo hicieron. Permitieron, además, que un miembro de la Comisión, Gonzalo Vial Correa, actuara de forma desleal en connivencia con el entonces comandante en jefe de la Armada, almirante Jorge Martínez Busch.
En el Archivo Rettig se ha encontrado un informe preparado por el abogado Pedro Aylwin Chiorrini, responsable del equipo investigador de la comisión en la V Región, que fue sometido a extensas manipulaciones antes de ser publicado en el Informe Rettig. Las anotaciones en el informe original, escritas a mano, fueron de la autoría de Vial Correa (ver PF 637).
Con los años se ha ido extendiendo la evidencia del grave daño causado por estos encubrimientos. Se supo en 2006, por medio de Luis Bork, ex presidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH) en Valparaíso, que en 1986 ese organismo elaboró un balance de detenidos desaparecidos. Fueron identificadas 89 personas. Una copia del informe fue entregada a la Comisión Rettig en 1990. Las restantes copias fueron robadas desde la oficina de la CCHDH en Valparaíso. También fueron robados los archivos que incluían expedientes de casos que habían pasado por la Fiscalía y los Juzgados Navales. Entonces se sospechó que los responsables estaban vinculadas a la propia CCHDH. Hoy, conociendo la presencia en la comisión Rettig del Comisionado que traicionó su juramento, hay que formularse otra hipótesis.
Las manipulaciones del informe de la Comisión Rettig y de su archivo crearon condiciones propicias para que la Armada pudiera seguir encubriendo sus crímenes. Algunos marinos han sido inculpados pero la Armada sigue sin privarles de sus privilegios, prebendas y honores. En cuanto a los demás imputados por la justicia o involucrados en casos bajo investigación, los altos mandos de la Armada insisten en que no pueden realizar investigaciones internas.
La Armada insiste, además, en que ya ha facilitado toda información de relevancia a las investigaciones judiciales. Sin embargo, la entrega, el año 2006, de la bitácora de la Esmeralda, tras años de negar su existencia, representó un hito decisivo. Dejó claro que las bitácoras, tanto de los buques como de las instalaciones navales en tierra, a cargo de guardias sujetos a disciplina militar, dan fe de todas las personas que entraron y salieron de los sitios donde la Armada interrogaba y torturaba detenidos.
Incluyen, por lo tanto, nombres de interrogadores “profesionales” (normalmente del Servicio de Inteligencia Naval, algunos formados en la Escuela de las Américas) y otros torturadores (entre ellos muchos infantes de Marina) miembros de otras ramas de las Fuerzas Armadas, y civiles (probablemente de Patria y Libertad u organizaciones afines). Habiendo determinado por este medio quiénes estaban presentes en los recintos de tortura, resultaría fácil, si la Armada quisiera, indagar detalles de cada uno por medio de su “hoja de vida” y por los registros de la Caja de Previsión de la Defensa Nacional, Capredena. En este caso habría que averiguar el pago de los sobresueldos que caracterizaba la pertenencia a los servicios de inteligencia.
El encubrimiento ha continuado, obstruyendo a la justicia hasta nuestros días. En 2004 la ministra Gabriela Corti, que instruía entonces el caso de Miguel Woodward, citó a varios miembros de la dotación de la Esmeralda, cuyos nombres le habían sido facilitados por el secretario general de la Armada, almirante Cristián Millar. Antes que fuesen interrogados, las autoridades navales convocaron a aquellas personas, ya jubiladas, para acordar lo que debían testificar. Uno de ellos ha reconocido estas circunstancias judicialmente y ciertas frases han quedado registradas, de forma repetitiva en varias actas, referentes a que los detenidos en la Esmeralda estaban “en tránsito” a otras instalaciones navales, y que “el trato era estricto” pero sin apremios.
Igualmente se ha sabido que el año 2004 la ministra en visita Gabriela Corti recibió a un almirante en servicio quien la convenció que, por cuestiones de imagen, no debía llevarse a cabo una reconstitución de escena en la Esmeralda, hasta que el buque regresara de su crucero anual. En definitiva, nunca se realizó. Este hecho fue denunciado, en enero 2006, por un familiar del padre Woodward al almirante Rodolfo Codina, actual comandante en jefe.
DESOBEDIENCIA LEGITIMA
Los hechos descritos han sido denunciados, en parte o en su totalidad, en altos niveles del gobierno, incluyendo el Ministerio del Interior. En este caso se informó por carta en una primera instancia al ex subsecretario, Jorge Correa Sutil, que fue secretario general de la Comisión Rettig (y es hoy miembro del Tribunal Constitucional).
Correa no contestó y las demás autoridades políticas se limitaron a decir que en democracia sólo la justicia debe actuar. Las denuncias a las autoridades judiciales para que se investiguen las osamentas encontradas en el cuartel 14 del cementerio de Playa Ancha no han dado resultados, ni la petición para que se busquen otros restos en ese lugar.
En este proceso de encubrimiento la falta de reacción inicial probablemente reflejaba un temor a “desestabilizar” la flamante democracia en Chile. Pero fue prolongándose en el tiempo por cambiantes motivos. Finalmente, nadie se atrevió con los culpables o sus encubridores. Lo que algunos admitían en privado no lo repetían públicamente ni ante la justicia.
Hoy son muchos los que sacrificando su propio honor siguen ocultando lo que pasó. Con su silencio condenan a muchas víctimas y a sus familiares a seguir sufriendo la injusticia. Por no desafiar la impunidad arriesgan que, en algún momento, si se repitieran las circunstancias, las Fuerzas Armadas volverían a asesinar.
Los códigos militares modernos establecen una doble prohibición: las órdenes criminales no pueden ser dadas por ningún superior ni pueden ser cumplidas por ningún subordinado. Ello exigirá introducir modificaciones a los artículos 334 y 335 del Código de Justicia Militar chileno cuya esencia es que “el derecho a reclamar de los actos de un superior que conceden las leyes o reglamentos, no dispensa de la obediencia ni suspende el cumplimiento de una orden del servicio”.
Siguiendo las recomendaciones del especialista y sociólogo militar Prudencio García (consultor de la ONU), debería suprimirse la vieja eximente de "obediencia debida", imponiendo el deber de desobediencia legítima a las órdenes criminales, y castigando al subordinado que comete crímenes obedeciendo aquellas órdenes criminales que esté militarmente obligado a desobedecer. También debería imponerse a los mandos la obligación de impedir, denunciar, investigar y sancionar las acciones que sean imputables a sus subordinados, so pena de incurrir ellos mismos en responsabilidad criminal.
Es revelador del actual panorama político chileno que las únicas modificaciones al CJM que están en estudio se refieran a cuestiones de competencia (limitándola a la esfera militar) y de autonomía (de los jueces militares). De normativas para obligar a los militares a asumir sus responsabilidades, no se habla.
Si el gobierno chileno no pone su casa en orden, deberían asumir esa responsabilidad los países que suministran armamentos a Chile. En la mayoría de ellos -Francia, Holanda, Reino Unido, Estados Unidos, España- los códigos de justicia militar imponen a los militares claras obligaciones éticas. Si la venta de sus armas fuese limitada a los países que comparten los ideales democráticos, contribuirían a asegurar que la historia no se repita
FRED BENNETTS (*)
(*) Licenciado en historia por la Universidad de Oxford. Ha trabajado como consultor para la ONU y los gobiernos del Reino Unido, España y Portugal. Su esposa, Patricia, hermana del padre Miguel Woodward asesinado en la Esmeralda, colabora con Amnistía Internacional.
0 comentarios